Óscar Godoy: “La democracia es peligrosa, pero peor es tenerle miedo”
El cientista político tiene un diagnóstico de la crisis que deja en deuda a la derecha, aunque es crítico del estallido de octubre y acusa sensibles contradicciones en la oposición: “En Chile, muchos creen en la igualdad social, pero muy pocos en la igualdad política”.
Liberal proveniente de la derecha católica y actual militante de Evópoli (donde abundan sus exalumnos), Oscar Godoy ha dedicado los meses de encierro a su pasatiempo favorito: pensar sobre la democracia. Cientista político, doctor en filosofía, académico, exembajador de Chile en Italia, a Godoy ya no le gusta “aparecer”, pero es un hecho que le sigue gustando polemizar, con modales de vieja escuela –lo cortés no quita lo vehemente− que se reflejan aquí en el relato del sabroso episodio que lo enfrentó a Ricardo Claro. Su diagnóstico de la crisis deja en deuda a la derecha, aunque es crítico del estallido de octubre y acusa sensibles contradicciones en la oposición: “En Chile, muchos creen en la igualdad social, pero muy pocos en la igualdad política”.
¿Está más desencantado con la derecha o enojado con la izquierda?
No sé si la palabra es desencantado o escéptico, pero mi estado de decepción es muy fuerte. Cuando Piñera fue electo, mi deseo era que el éxito de ese gobierno −si cumplía su programa tal como yo lo había leído− le permitiera dejar sucesión. Pero el programa de gobierno se evaporó y el presidente ha sido un muy mal líder de coalición. Y más que enojado con la izquierda, estoy preocupado por el futuro, porque la democracia representativa entró en una crisis seria y Chile tiene una democracia muy débil y muy nueva. Durante el estallido dije esto en una conferencia y un historiador me corrigió: “No, la democracia se fundó en 1833”. Eso no es así. La Constitución del 33 consagra un régimen representativo, pero no democrático.
¿Porque no había sufragio universal?
¿Y por qué no lo había? Porque el sistema representativo se consideraba una forma de gobierno, pero no un medio de deliberación popular. Hasta comienzos del siglo XIX, la democracia era una utopía en Occidente, una experiencia maravillosa del siglo IV a. C. que se juzgaba inaplicable en un Estado moderno. ¿Dónde ibas a meter a millones de personas para deliberar? Y fue Alexis de Tocqueville, autor que yo estimo mucho, quien viajó a Estados Unidos en 1831 y quedó maravillado al ver que la democracia sí se podía fusionar con el gobierno representativo. Ahí escribe su famoso libro La democracia en América, donde se atreve a anunciar, en forma prodigiosa, que Estados Unidos es la vanguardia de una edad democrática que se va a difundir en todo el mundo. Y predice dos tipos de democracia: una fundada en la libertad, como la estadounidense, y otra fundada en la igualdad −con anulación de las libertades− que se va a desarrollar como antagónica a la americana en Rusia.
¿Tocqueville predice eso en 1830?
Sí, sorprendente. Cuando mis alumnos leían ese texto, se les caían los ojos de sorpresa. Tocqueville sostenía que el cambio histórico es impulsado por la búsqueda de la igualdad, y que esto iba a alcanzar un clímax en los tiempos democráticos del próximo siglo. Eso fue lo que pasó.
Y para usted, ¿cuándo nace la democracia chilena?
Cuando González Videla promueve darle voto a la mujer y adoptar el voto universal como medio de participación ciudadana en los asuntos públicos. Esos fueron años decisivos para todo Occidente, porque es cuando se produce la eclosión del pluralismo. Las sociedades empiezan a tomar conciencia de que son diversas, social, cultural, étnica, sexualmente. Eso es absolutamente nuevo. Yo me eduqué en el colegio con el libro de Frías Valenzuela, una de cuyas principales tesis era que el pueblo chileno es homogéneo. Y esta democracia joven ha tenido muchos problemas para adaptarse al pluralismo, lo que en mi opinión juega un rol importante en esta crisis. Las instituciones no han sabido modular el fenómeno de la diversidad, lo han transformado en un proceso dramático, beligerante, poco inteligente. Las minorías han conseguido niveles de igualdad política a tropezones, por su propio empuje. A esto se suma que los partidos políticos dejaron de ser intermediarios entre la sociedad y el Estado, porque privilegiaron el clientelismo y se olvidaron de liderar una causa común. Y un tercer factor de esta crisis, creo yo, es que la dictadura creó por primera vez en Chile un sistema económico capaz de sacar al país de la pobreza, pero con un claro déficit en la equidad. Eso golpeó fuertemente las expectativas que se pusieron en la democracia.
A comienzos de los 90, usted influyó mucho en algunos jóvenes que estudiaban economía en la UC, entre ellos Ignacio Briones, a quienes entusiasmó con la filosofía política. Cuentan que estaba empeñado en despercudir a la derecha joven del encierro en Friedman y Hayek.
Claro, porque yo tengo un liberalismo diferente, donde la igualdad tiene un rol fundamental.
¿Y veía que la derecha de entonces estaba muy encajonada?
La derecha de los 90 estaba pinochetizada. En todo caso, conciliar la libertad con la igualdad nunca ha sido fácil. Y el proceso igualitario es más demandante, porque es progresivo. Tú alcanzas cotas muy altas de libertad cuando aseguras tales y cuales derechos, pero la igualdad, como decía Pascal, apenas alcanza un umbral lo difumina y lo pone más adelante, tú quieres más y más igualdad. Eso ha pasado en todos los procesos igualitarios en todas partes del mundo. El “sueño americano” no está en crisis porque el estadounidense medio tenga menos que antes, sino porque se compara con los ricos mucho más que antes. Y nosotros olvidamos que la Concertación empezó muy de abajo, la pobreza cayó del 42 al 12%. ¡Eso es una cosa enorme! Pero la igualdad fue siempre un déficit. El otro día vi a Elizalde rasgar vestiduras por todas las reformas que no ha hecho Piñera. ¿Y por qué el gobierno de la presidenta Bachelet no hizo la reforma previsional, teniendo mayoría en el parlamento?
Pero varios referentes de la derecha, incluido Joaquín Lavín, han propuesto transitar hacia un modelo más socialdemócrata. ¿Está de acuerdo?
Cuando esas fórmulas se usan como retórica política, es un poco irrelevante estar de acuerdo. La socialdemocracia está desprestigiada en Europa porque cometió muchos errores, no porque algún economista haya dicho que es mala. Entonces, ¿cuál sería el diseño de ese nuevo modelo para no repetir esos errores? Ese es el debate que nunca aparece en la izquierda y tampoco ahora en la derecha.
¿Suscribiría, al menos, que a los liberales les faltó pensar el individualismo como un posible problema?
Sí, eso es evidente. Tocqueville es radical en eso: el individualismo es uno de los mayores peligros para la democracia. Porque el retiro de lo común es una forma de idiotez. Tú sabes que en griego “privado” se dice “idiōtēs”: el que se priva de lo público es un idiota. Esa idiotez lo reduce a una vida incompleta, a una incomunicación con el otro, a una incapacidad para cooperar con el otro y para mantener con él una relación que cruce productivamente las generaciones. Y ese es un punto de debilidad de la derecha. De cierta derecha, mejor dicho. Pero cuidado, yo también sigo a Tocqueville en esto: la igualdad sin la libertad se transforma en un despotismo e incluso una tiranía de las mayorías. Y ese es un riesgo que hoy estamos corriendo, porque el mundo es cada día más complejo y eso juega a favor del populista, cuyo negocio es la simplificación. Como Bolsonaro, que lo reduce todo a cuatro datos de su propia experiencia, que es la única que vale. Esa manera de enfrentar la complejidad, junto con los conflictos mal resueltos del pluralismo, crea tensiones muy fuertes que transforman las disputas políticas en intolerantes e incluso conducen al uso de la violencia. Algo de eso hubo, no tengo problema en decirlo, en el estallido social.
¿Para usted no fue una reivindicación de la igualdad?
Se reivindicaron muchas cosas, por supuesto. Pero como vivo en la zona cero, al lado de la plaza Baquedano, me dediqué a recorrer las calles y los muros de la ciudad alegaban muy poco contra la injusticia social. La gran mayoría de los rayados eran contra el poder político: “ACAB”, “Mata a un paco”, “Fuera Piñera”, “Somos dueños de la calle”, etc. Eso es terminología anarquista. Vale decir, la motivación central era la desobediencia al poder político, y en consecuencia ser enemigos del Estado. Ahí no cabe la democracia, porque no hay comunidad política. En la Revolución española, de hecho, el Partido Comunista tuvo que enfrentar a los anarquistas y se asesinaban mutuamente, porque los anarquistas, junto con destruir a Franco, querían destruir el Estado. La izquierda va a tener serios problemas con eso cuando vuelva a gobernar. También creo que a los medios, sobre todo a la televisión, le faltó un mínimo de distancia crítica ante la violencia.
¿Por qué?
El lenguaje de los canales era de Caperucita Roja: “Miles de personas pacíficas se manifestaron con sus hijos”. Pero esas manifestaciones eran el preludio de la violencia que venía al rato después. Y aquí uno tiene el derecho de pedir honestidad: eso ocurría porque los manifestantes “pacíficos” aceptaban y legitimaban la acción de los violentistas, con la tesis de que se estaba respondiendo a la violencia institucional histórica del neoliberalismo. Una falacia enorme ante la cual, en mi opinión, el gobierno claudicó. Yo sé que me van a clasificar inmediatamente por decir esto, pero no voy a dejar de defender un principio que me parece fundamental: el Estado tiene el monopolio de la fuerza legítima para velar por su propia existencia y por los derechos y seguridades de los ciudadanos. Y eso no lo hizo el gobierno de Piñera. Es por eso, creo yo, que cae brutalmente ante los ojos de los chilenos.
Pero quienes acusaban al gobierno de tolerar la violencia se vieron en minoría ante los que reclamaban un uso excesivo de la fuerza estatal.
Pero nunca se dice que la propia violencia causó muchas más muertes que las imputables a agentes del Estado. El ciudadano común sabe que, si no hay paz, lo que hay es una lucha por poner al otro bajo tu dominación. Y si ve que su gobierno claudica en la defensa del Estado y de las libertades, derechos y propiedades de las personas, ve interrumpido el mandato de ese gobierno. Un expresidente de la Cámara usó la siguiente imagen: “¿Para qué quieren destituirlo, si el presidente está hincado?”. O sea, derrotado. Y gran parte de la centroizquierda, cosa que yo no me esperaba, se entusiasmó con este juego de poner al presidente de rodillas.
Varias figuras de Evópoli, su partido, se han cambiado en las últimas semanas del Apruebo al Rechazo. ¿Qué piensa votar usted?
Todavía no sé. Siempre decido el voto cuando ya está todo desplegado: quién es quién y cuáles son cuáles. Por el momento, me inclino por que cambiemos la Constitución, pero no por las razones que se dan. La Constitución “de Pinochet” no es tal, dejó de ser suya cuando la reforma de Lagos extinguió lo esencial de la “democracia protegida”. Hoy se parece bastante a la del 25.
¿Y por qué la cambiaría?
Porque para estabilizar la democracia hay que crear un régimen parlamentario. Un déficit de la Constitución del 25 era no asegurar que un presidente, al ser elegido, tuviera mayoría parlamentaria para llevar a cabo sus proyectos. Eso jugó un rol muy importante en la crisis del 73. ¿Qué hizo entonces Jaime Guzmán? Crear un presidencialismo extremo, lo cual fue un error. Con un verdadero parlamentarismo –no ese remedo que tuvimos entre 1891 y 1925− podríamos volver a tener coaliciones de mayoría lideradas por un jefe de Gobierno y, por otro lado, un jefe de Estado que es garante de las instituciones y juega un rol de equilibrio. Reunir las dos funciones en una misma persona ya no es viable.
La Concertación se las arregló bastante bien para gobernar con el Senado en contra. ¿Puede ser que a la derecha le falte vocación de ir a buscar acuerdos?
Bueno, pero eso vale hoy para todos los grupos. No digo que la derecha tenga una enorme capacidad de diálogo, pero creo que en Chile todos tienen grandes dificultades para ejercer una función crucial de la democracia, que es saber deliberar para elegir el mejor medio de conseguir un fin. Ante decisiones estructurales, como tener un sistema previsional de reparto o uno individual, yo no voy a pedirle a un político que se ubique en una posición imparcial. Pero sí ante decisiones contingentes, y los políticos chilenos no lo hacen nunca. Y también tenemos un déficit en la deliberación pública, aquella que, como decía Aristóteles, no pertenece a los especialistas ni a los legisladores, sino al pueblo, porque se funda en opiniones comunes.
¿Coincide con quienes atribuyen ese déficit a que históricamente no hemos democratizado el uso de la palabra?
Así es, ni la palabra ni la opinión. Ahora se ha abierto enormemente, pero claro, somos nuevos en aquello. Y siempre están los mil peligros de que acechan a la libertad de transformarse en abusos de todo tipo: el uso del fake, la calumnia, la violencia verbal, el discurso de odio, etc. Pero son peligros que hay que correr. La democracia es peligrosa, como es peligrosa la vida de toda persona. No hay que tenerle miedo, porque ahí es cuando buscamos ordenarla desde arriba.
¿Cree que las clases dirigentes aún se sienten garantes de la sensatez? Con frecuencia, en lugar de decir “no estoy de acuerdo”, dicen “eso es irracional”.
Pero eso no se puede juzgar en bloque. A veces puede pasar lo que tú dices, pero también puede haber razón en acusar de irracional un argumento. Por ejemplo, cuando escucho a cierto senador decir “si Piñera no hace esto tendremos un nuevo 18 de octubre”, eso no es una razón, es una amenaza, una vil amenaza. Quizás el problema de fondo es que mucha gente en Chile cree en la igualdad social, pero muy poca en la igualdad política.
¿Cómo así?
Ser igualitario implica una cierta rectitud. Como decía Rawls, para que la sociedad civil esté regulada por una justicia de la equidad, los individuos que legislan una Constitución deben poner entre paréntesis sus diferencias: a qué grupo pertenecen, de dónde vienen, qué talentos tienen, todo eso queda fuera. Eso es ser recto porque es ser igualitario: yo me pongo en el lugar de una persona sin cualidades, por así decirlo. Quien sólo valida su experiencia, en cambio, termina actuando igual que quien reclama para sí un origen divino. Pero hoy es muy difícil encontrar un chileno que crea en esa igualdad más allá del discurso. El concepto de bien común también ha perdido uso, sobre todo en los países anglosajones, donde ha sido sustituido por interés común. Como a mí me sedujo mucho Aristóteles, yo creo más en el bien común.
Y pensando en conciliar igualdad política y bien común, ¿cómo ve la relación entre el Estado chileno y el pueblo mapuche? ¿Comparte la crítica de que enfocar el conflicto en la seguridad ha sido en un error?
Es que para mí no puede haber excepciones: la premisa “no se acepta la violencia” va siempre primero, trátese de la política contingente o de comunidades que tienen reclamos ancestrales. Pero sí creo que debería pensarse una manera de entregarles cierta jurisdicción política para el gobierno de su propia comunidad. Quizás con la misma limitación que les ponía la monarquía española, cuya relación con los lonkos fue bastante más diplomática de lo que se cree. La república de Chile estimó que la Araucanía era un territorio bajo su soberanía y punto. Pero la Corona, a través de los llamados Parlamentos, llegó a muchos acuerdos con ellos y les reconocía una jurisdicción política, pero limitada a su gobierno interno. ¿Por qué? Porque la Araucanía nunca se constituyó como un Estado, fue siempre una asociación de distintas parcialidades, muchas veces enemistadas entre sí. Así que, en mi opinión, hoy sería coherente darles espacios de autonomía en virtud de un derecho histórico, pero subordinados a la Constitución chilena y a las relaciones exteriores del gobierno de Chile.
¿Cree que en la sociedad chilena sigue habiendo racismo hacia los mapuches?
Sí. Pero también creo que esa palabra, como siempre pasa, se desvirtuó al transformarse en un arma arrojadiza de la discusión política. No es racista que unos ciudadanos furiosos porque les toman su municipio lo traten de rescatar por la fuerza porque la autoridad pública no lo hace.
¿Aunque griten “el que no salta es mapuche”?
Francamente, me parece que ahí la connotación de la palabra es política, no racial. Decir “el que no salta es mapuche” es un acto de violencia, sin duda, pero responde a la saturación de la política que siempre produce la violencia. ¡Si no se puede vivir en estado de violencia permanente, hay que entender eso! Porque la exacerbación de las tensiones transforma la política en un hecho puramente subjetivo, lo cual destruye todo marco de entendimiento. ¿Pero sabes qué? Me cuesta un poco polemizar sobre este tema, porque no lo conozco a fondo, no soy especialista. Especialista es José Bengoa, que fue alumno mío en el colegio, un excelente alumno y un tipo maravilloso. Yo podría decir que tengo una gran admiración por la dignidad de ese pueblo, pero es una admiración que proviene de un español, Alonso de Ercilla. Y tampoco me voy a poner a hacer una apología, porque a mí las exaltaciones no me gustan mucho, vengan de donde vengan. Las encuentro un poco cargantes.
“YO VOY A DENUNCIARTE”
Usted se acercó a la política desde la derecha más conservadora, fue muy cercano al padre Osvaldo Lira. ¿Cómo fue su evolución para convertirse en liberal?
Yo me eduqué en el colegio de los padres franceses de Valparaíso, que era muy tradicional. Y allí había una gran biblioteca, maravillosa, donde estaban los 340 volúmenes de la patrística, la obra de los primeros intelectuales cristianos. Ahí leí de chico a todo Julio Verne en unos libros inmensos en francés, con dibujos de Gustave Doré, gran dibujante del siglo XIX. Fue una infancia feliz, pero bastante intelectual. Y en el colegio conocí a Osvaldo Lira, que era un hombre muy potente. Venía de estar exiliado en España, porque era un integrista católico tremendo y la congregación lo mandó a España para alejarlo de la política. Yo era bien chico, pero éramos muy amigos. “Tú vas a heredar mi biblioteca”, me dijo un día. Y al entrar a la universidad, por influjo de él, ingresé a un grupo nacionalista llamado Movimiento Revolucionario Nacional Sindicalista, cuyo líder era Ramón Callís, un hombre muy raro, con bigotes como Hitler. En una reunión tuve la osadía de preguntarle, con un librito suyo en la mano titulado La revolución del hombre (compendio): “Don Ramón, quiero ver el libro del cual este folleto es un compendio”. Eso me llevó a un tribunal.
¿Por qué?
Por insolente. Y me expulsaron. Yo ya tenía una tendencia liberal porque era muy amigo de Pedro Ibáñez, senador liberal de la zona. Y en esa época empecé a leer a Hayek y otros alemanes liberales. También me cambié de Derecho a Filosofía, donde conocí un mundo más diverso y abandoné mi antigua militancia moral. De ahí me fui a hacer el doctorado a Europa, volví como profesor y participé en la revolución del año 67 en la UC de Valparaíso, donde me hice muy amigo de los profesores de Arquitectura que estaban fundando la Ciudad Libre: Alberto Cruz, el poeta Godofredo Iommi. Ahí desarrollé una especie de espíritu libertario, una apertura muy grande que fue fundamental para mí. Desde ahí he sido liberal.
Con ese espíritu pluralista, ¿cómo hizo para no pelearse con la derecha durante la dictadura?
Yo me he peleado bastante con la derecha. Tengo enemigos que me quisieron apartar de ciertos espacios, un exsenador al que no voy a nombrar me odiaba mortalmente.
Usted tiene fama de ser bien duro, también. Varios se acuerdan del día en que encaró a Ricardo Claro en un acto público, en el Centro de Extensión de la UC.
Públicamente, así es. Pero le avisé antes, ¿ah? Para ser totalmente recto, antes de la ceremonia me acerqué y le dije: “Mira, Ricardo, yo voy a denunciarte, porque es una cosa realmente asquerosa la que has hecho”. Fue cuando él usó esa grabación en televisión contra el grupo de liberales de RN, que en ese momento eran liberales. Se produjo una situación bien divertida, porque justo estaba con él un tipo que es una especie de chupamedias universal, y estaba ahí alabándolo y le hacía unas reverencias. Pero Claro no dijo nada, quedó paralogizado. Después me fui directo al arzobispo de Santiago, que era muy señor, aseñorado, digamos: “Mire, yo voy a hacer un reclamo público así que le expreso mis disculpas por adelantado”. “¡No puede hacer eso, no lo puede hacer! ¡Está prohibido!”. “Lo voy a hacer de todas maneras y usted no me lo prohíbe”. Y luego le avisé a Matte, que iba a moderar la actividad. “Bueno”, me dice Eliodoro, “pero voy a tener que tocar la campanilla y pedirte que no sigas”. “Por supuesto, toca todas las campanillas que quieras”. Fue muy divertido.
¿Y qué pasó cuando hizo el reclamo?
Bueno, cuando Ricardo Claro empieza a hablar, yo me paro y digo que él no tiene autoridad para hablar sobre ética, porque era un congreso sobre ética empresarial. Hice mi pequeño discurso y avanzaron desde atrás unas 10 personas gritándole a Claro “sinvergüenza” y otros improperios, furiosos todos, encabezados por Arturo Fontaine y Felipe Larraín. Fue un escándalo sabroso… Después me llamó el rector, Juan de Dios Vial Correa, que no había ido porque estaba enfermo. “Oye, ¿cómo es posible? ¿Por qué no me avisaste que ibas a hacer este escándalo?”. “Mira”, le dije, “si yo te aviso, tú me lo prohíbes y yo te habría tenido que obedecer. Porque al rector le obedezco, pero al cardenal no”. Se reía nomás.
Y en las conversaciones de hoy con sus contemporáneos de derecha, ¿de qué están hablando?
Yo no converso con nadie ahora.
¿Por qué?
Lo que pasa es que, por mi alta edad, veo que las cosas están muy cercanas al fin. Que tengo poco tiempo, en otras palabras. Así que lo estoy dedicando a escribir. Y estoy feliz con el encierro, porque me he podido dedicar totalmente a un libro que es especial para mí.
¿La pandemia lo ha hecho reflexionar sobre cómo encaramos la muerte?
Sí, claro. Me he puesto a curiosear en la biblioteca, hay un tratado de Cicerón sobre la ancianidad y lo he leído por tercera vez ya. Cosas de Montaigne sobre la muerte, también. Me he puesto sentimental, además. Eso no me gusta mucho.
¿Nostálgico?
No, no tengo nostalgia del pasado. Pero sí tengo recuerdos, que es distinto. Recuerdos gratos de muchos amigos y compañeros de curso que han muerto. De mi curso ha muerto el 60% y eso es triste. Nosotros nos reunimos cada dos años y la última vez llegó uno de ellos con su señora y una enfermera. Estaba agonizando y fue allá a estar con todos los demás, estaba emocionadísimo. A la semana se murió. Esas cosas me entristecen, pero nostalgia es añorar el pasado y a mí me gusta mucho el presente, la vida, la realidad, lo que pasa y también lo que va a pasar. La previsión del futuro siempre me ha llamado la atención, desde chico. De ahí la admiración que le tengo a gente como Tocqueville, que previó que la democracia iba a definir la legitimidad política del futuro. Hace 35 años, yo llevé a mi hijo a Berlín Occidental. Había unos miradores donde tú veías el cambio de guardia y la subida de bandera del lado ruso. Entonces, le dije a Pablo: “Yo no voy a ver la caída de este muro, pero tú sí. Y cuando caiga, alégrate y festeja en mi nombre”. O sea, mi mayor expectativa era morir en un mundo donde no existiera el Muro de Berlín ni las “democracias populares”, un sistema horrendo que dominó a la mitad del mundo con mucha crueldad. Cuando cayó el Muro, no te puedes imaginar mi estado de felicidad.
¿Y cuál sería ahora su mayor expectativa política?
Como te dije, mi expectativa era ver un gobierno de centroderecha que pudiera dejar sucesión en Chile. Pero se ve muy difícil. Creo que habría que adelantar la carrera y posicionar desde ya a los posibles candidatos.
¿No le entusiasma Lavín?
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