Sonia Montecino, antropóloga: “Sin ritos, se hace aún más difícil hablar de la muerte”
Premio Nacional de Humanidades, la académica y autora de Madres y huachos comparte sus preocupaciones en torno a la emergencia sanitaria. Y advierte sobre la ausencia de espacios de consuelo colectivo ante las pérdidas provocadas por la pandemia.
Desde la esfera pública a la privada, la pandemia ha trastornado hábitos, costumbres y tradiciones. La vida y la muerte. El trabajo y las relaciones sociales. Pero aun con las restricciones y las medidas de prevención, hay rasgos que nos definen y que son difíciles de cambiar. La antropóloga Sonia Montecino dice que lo ha observado en los funerales: “A pesar de todos los mensajes, el abrazo sigue siendo uno de los gestos más humanos de las comunidades y que nos especifica en nuestra condición solidaria”.
Premio Nacional de Humanidades, Sonia Montecino (1954) recuerda que todas la comunidades albergan creencias en torno a la muerte. Registró algunas de ellas en su libro Mitos de Chile. Con sus diferencias y singularidades, desde el mundo rural a la ciudad, todos los grupos sociales despiden a sus muertos con ritos colectivos, que se han visto sensiblemente afectados por la emergencia.
Académica del Doctorado en Ciencias Sociales de la U. de Chile, Sonia Montecino es autora de una obra donde se cruzan los estudios étnicos, de género y la literatura, en títulos como Madres y huachos y Cocinas mestizas de Chile. La olla deleitosa.
De las múltiples dimensiones de la crisis (sanitaria, económica, política), ¿cuál le preocupa más?
Me preocupa el conjunto, agregando además la vida psíquica, los laberintos en que el alma humana se pierde o se encuentra, se angustia o se tranquiliza, y también el plano de las microesferas domésticas y privadas que hoy son en realidad la macroesfera donde transitan amplificadamente esos laberintos y todas las desigualdades, partiendo por la de género. Me preocupa que todas las dimensiones que señalas (la económica, la política y la sanitaria) se experimentan puertas adentro provocando una experiencia que, sin duda, es diferencial de acuerdo a las condiciones y posiciones que tenemos en el entramado social; pero que es común pues está atravesada por el miedo de todos(as) no solo a enfermarnos, sino a morir.
Profesora titular de la Cátedra Unesco, Sonia Montecino comparte su crítica a la cobertura de los medios, en especial audiovisuales, que reiteran y amplifican la tragedia. “Eso me preocupa también porque en vez de elaborar nuestros duelos y aprensiones desde discursos de contención y autorresponsabilidad, se banaliza el dolor, se estupidiza la comprensión de lo que estamos viviendo y no se crea un lenguaje que nos ayude a superar esos núcleos donde reside nuestro desasosiego. Un ejemplo es esa falsa dicotomía entre vida y economía, pues no estamos en esa disyuntiva, sino en una que tiene que ver con el cuidado de la vida en todas sus dimensiones y en cómo pensamos en conjunto resolver la muerte y la miseria”, observa a través del e-mail.
Del mismo modo, Sonia Montecino cuestiona la perspectiva cuantitativa respecto de la emergencia, la traducción de la muerte y la crisis económica a cifras y récords, así como “el modo en que se habla de porcentajes que suben y bajan y en prospecciones del futuro: todo será peor cuando salgamos de esta horrible pesadilla se nos dice, creando aún más temor, desazón y miedo”.
En cambio, agrega, “usando solo el sentido común y de sobrevivencia lo obvio sería plantear que seguirán las sombras, pero que podemos buscar soluciones entre todos(as); pareciera que al poder político y económico -en el amplio sentido- sí le provoca terror una alternativa de solución distinta a la acostumbrada verticalidad de las decisiones sociales. Es preocupante, asimismo, que no haya una capacidad reflexiva y antropológica sobre el hecho de que un virus -una entidad que se vale de un huésped vivo para reproducirse- ponga en jaque todas las estructuras que hemos construido y que devela que las certezas aparentes con que vivimos alucinados (consumo desmesurado, ciencias poderosas, secularización extrema, entre otras) se desmoronan. De todas estas preocupaciones deberíamos conversar amplia y colectivamente, pues quizás ello nos ayude a entender lo que sucede y a buscar alternativas de superación”.
Antes de la emergencia, la muerte no solía estar en las conversaciones cotidianas. ¿Cómo estamos conviviendo con ella?
Uno de los nudos cruciales que trae la pandemia es justamente la realidad de la muerte, esa que esquivamos con las políticas de valoración excesiva de los cuerpos sanos, jóvenes, del alargamiento de la vida y de evitar su fin a como dé lugar. Hemos querido alejar la enfermedad y la muerte como si se tratara de estados anormales, un ejemplo es el modo de comprender el cáncer -que es una pandemia soterrada- evitando hablar de él y evadiendo exámenes preventivos. Hemos producido poderosas industrias farmacológicas y cosméticas, así como discursos de buscar “lo sano” como horizonte de la existencia, el vigor y la energía como centro hasta perder de vista que existe la debilidad, la enfermedad y la muerte como partes indisolubles de nuestra existencia. Por ello la pandemia remece, de manera implacable, esos olvidos que son similares a pensar que estamos fuera de la naturaleza y por ello podemos devastarla sin consecuencias.
¿Qué pasa cuando los ritos vinculados a la muerte se ven alterados por una crisis como esta?
Sin duda, esa necesidad humana de sepultar a los muertos o tratarlos con rituales que median y alivian el dolor de las pérdidas, que ayudan a conjuntar aquello que la muerte disocia, es una de las grandes carencias que sufrimos hoy día. Una estudiosa de la cultura de Chiloé, Andrea Teiguel, señalaba que uno de los efectos más dolorosas en su isla, provocados por la epidemia, era justamente la imposibilidad de realizar las ceremonias propias enraizadas en sus concepciones sobre la muerte. En nuestra sociedad urbana la ausencia de misas u otros rituales mortuorios, acompañamiento en las fases de velorio, funeral y duelo generan también efectos psicosociales complejos: la muerte es aun más dura y toma mucho más tiempo disipar las tristezas que trae consigo. Eso ocurre a nivel de los sujetos y familias que viven sus duelos sin el soporte cultural y simbólico acostumbrado; pero también hay un vacío colectivo, pues los rituales de muerte republicanos tampoco están presentes, no hay banderas a media asta, duelos nacionales u otro tipo de acompañamiento nacional y comunitario a esos muertos convertidos en cifras por los discursos tecno-políticos. Por ello, se hace aún más difícil hablar de la muerte, porque sin ritos, sin el despliegue del lenguaje cultural de los funerales, quedamos despojados de una narrativa que la sitúe y la mitigue.
El temor a la muerte traspasa nuestra experiencia diaria, agrega la antropóloga: “Experimentamos también, en nuestros imaginarios, duelos anticipados de nuestra propia muerte y de la de quienes queremos y eso supone que la sociedad entera está estremecida y psíquicamente atribulada. Desde esa perspectiva es importante no medir tanto los efectos de la irrupción del virus en impactos cuantitativos, sino en las subjetividades amenazadas y desde ahí buscar las maneras de salvaguardarlas. La secularización creciente está a la vista porque ni desde las iglesias ni desde otras instituciones se ven respuestas colectivas ante el miedo y el dolor, solo y muy tímidamente la espectacularización o farandulización de la beneficencia de ‘Don Francisco’ que ya se anuncia en los medios”.
Contrastes de luces y sombras
Los adultos mayores y los enfermos crónicos son los grupos más vulnerables a la pandemia. Hace unas semanas, el filósofo francés André Comte-Sponville decía en estas páginas que no era partidario de sacrificar la vida de los jóvenes por la de los ancianos. ¿Qué piensa sobre de este debate ?
Esta parece una pandemia malthusiana, pero invertida, no es el crecimiento de la población (nacimientos) versus los recursos escasos, sino el aumento de la población de viejos y enfermos los que impiden el “progreso”; muchos han bromeado en las redes sociales con que las AFP y las isapres son las más felices con esta pandemia. Si se la mira desde la óptica de que elimina a los ancianos y a los débiles, semeja una malévola acción de sobrevivencia de los más fuertes en un mundo donde las desigualdades son la tónica. Pero, por otro lado, si seguimos con el razonamiento de que afecta a los más viejos y frágiles, las medidas adoptadas en muchos países de severas cuarentenas hablan de que se cuida sus vidas; sin embargo, se evidencia que es en los hogares de ancianos donde la guadaña del virus las siega más. Este tema debería ser también un ámbito de conversación. En algunas sociedades como la esquimal en el pasado, las personas al llegar a una cierta edad se internaban a morir. Ahora, la pregunta respecto a quién debe morir frente a una elección provocada por los recursos escasos (en este caso ventiladores o atención adecuada) atañe a nuestras concepciones de la vida y a la autonomía del sujeto frente a su propia muerte. No es fácil la respuesta y estamos recién formulándola ante este golpe del virus a nuestras certezas.
En otro sentido, ¿de qué modo la pandemia impacta en la vida familiar?
El impacto en la vida familiar debe ser conocido en profundidad, pero hay temas que saltan a la luz y que se derivan de la violencia de género contra los niños en una sociedad machista como la nuestra. La vida familiar, como todas las relaciones humanas, está teñida de sombras y de luminosidades, así como de claroscuros y todo ello aparece en el confinamiento. Si vemos el lado positivo, ¡aunque estar encerrados no lo es de partida¡, el estar juntos día y noche obliga a la tolerancia, a negociar nuestros deseos y a realizar tareas domésticas que obligan si no a repartir, al menos repensar los roles establecidos. Uno de los elementos que me parecen cruciales es el alimentarse, y tendríamos que conocer muy bien lo que está sucediendo al respecto, pues es evidente que el gasto de los recursos se está centrando ahí. El efecto en el alimento, en su rostro oscuro, está patente en la escasez de comida fruto del desempleo y del precariado (ese enorme sector que vive del trabajo informal) y en su cara iluminada en el retorno a la cocina como nudo que cohesiona y produce memoria (búsqueda de recetas, aprendizaje de técnicas, entre otros) y placer. Aprender a hacer pan y comer pan es el símbolo de lo que sucede en ese ámbito, pero tenemos que profundizar más en estos efectos del virus en las estructuras familiares.
La emergencia llegó a Chile luego del proceso de movilizaciones que estalló en octubre. ¿Cómo cree que operará la pandemia en este aspecto?
Nada de lo que llevó a las protestas sociales de octubre se ha modificado, más bien se han agudizado algunos problemas y lo que se desnudó allí sigue aún más a la intemperie hoy día. Tengo la impresión de que muchas de las rabias y malestares se mantienen, pues no ha habido una respuesta contundente y clara de las instituciones cuestionadas; éstas siguen sin estar a la altura de los cambios en la sociedad y se aprecia que el efecto-virus solo ha dejado en latencia las fisuras ya abiertas.
¿Cómo se recompone una comunidad luego de una catástrofe como esta?
Creo que precisamente pensándonos como comunidad podremos remirar nuestras maneras de habitar Chile; repensar nuestro modo de aherrojarnos hacia una economía de mercado que olvidó el adentro como posibilidad de desarrollo y repite desde hace siglos la misma devastación de sus materias primas, sin generar una “laboriosidad” interna; repensar la alucinación del consumo desenfrenado, cuestionarnos las brechas que nos asisten en todos los ámbitos de la vida social y superar ese modo de capitalismo hacendal que tenemos (la imagen del señor de Gasco, entre otras) y de nuestra falta de conversación democrática. Son muchas las tareas que tenemos no cuando “esto termine”, sino desde ya
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