Confinarse para salvar la vida
Francisco, Juan Pablo, Andrea y Ricardo tienen algo en común: sus enfermedades los han empujado a cumplir un estricto aislamiento durante más de un año, algo que ni siquiera se pueden dar el lujo de cuestionar ni desobedecer.
Juan Pablo Núñez tiene 12 años y este viernes cumple uno diagnosticado de leucemia. Él es de Peñalolén, pero como su casa no cumple con lo necesario para sus cuidados, en el contexto de la pandemia, vive en una casa de acogida para niños con cáncer junto a su padre, José Miguel. Ahí han pasado los últimos meses. “Nos encerramos los dos y ha sido bastante duro, sobre todo para él. Echa de menos a la mamá, los hermanos y la abuela”, dice el papá.
En Temuco, a casi 700 kilómetros, Francisco Jiménez, un profesor de 60 años, vive algo similar: la llegada del coronavirus lo ha empujado a privarse de sus salidas al Parque Germán Becker para despejar la cabeza, puesto que, según explica, el tratamiento por su mieloma múltiple, que ha dado resultados positivos, aún lo tiene en un estado frágil.
“Viví todo el 2020 en mi casa. Ha significado que con esta patología, en una pandemia, encerrado y trabajando como profesor, el agotamiento físico y psicológico sea el doble”, revela.
Andrea Guerra sufre de asma desde muy pequeña y hasta antes de la pandemia la disnea no la dejaba en paz. Sufrió, de hecho, algunas descompensaciones severas. Salir a la calle en su natal Providencia no es una opción para ella. Desde que se empezó a hablar del Covid-19, nunca lo ha sido, en realidad. Ni siquiera cuando la comuna ha estado en fases avanzadas del plan Paso a Paso.
“Vivo con mi mamá, que ya es un poco mayor, por lo que también tiene que cuidarse. Entre las dos nos hemos tenido que acompañar porque no hemos visto a casi nadie en un año”, relata.
Hacia la costa, en Viña del Mar, Ricardo Mora ha experimentado en soledad el encierro, debido a su diabetes con síntomas de hipoglicemia. “Vivía sin nadie antes de esto y menos mal teletrabajo. Pido todo por aplicaciones o internet, porque no puedo darme el lujo de salir y correr el riesgo”, asevera.
Los cuatro protagonistas de los relatos tienen algo en común: sus enfermedades los posicionan en la población de más riesgo en Chile en el contexto del coronavirus. Su fragilidad es doble.
En ellos, el encierro se ha tenido que cumplir al pie de la letra. Las salidas de sus respectivos hogares se cuentan con los dedos de una mano, y solo en épocas donde la tasa de contagio ha bajado. Apenas una visita a alguna plaza cercana o una salida a comprar, por necesidad. Sus enfermedades no les permiten otra cosa.
“Lo importante de un paciente oncológico es que no se contagie para que no se retrase su tratamiento ni baje la efectividad de este y por ende la chance de recuperación. Eso va en contra de sus posibilidades de curarse”, señala Mauricio Mahave, subdirector médico de Oncología Médica de la Fundación Arturo López Pérez.
El especialista, de hecho, aclara que en el caso de las personas con enfermedades oncológicas, distinto a los diabéticos, hipertensos o asmáticos, entre otros pacientes con patologías crónicas que sí lo sufren, “no es que les vaya más mal con la enfermedad si es que se contagian. Inicialmente se temía eso, pero se ha visto que los pacientes oncológicos no se agravan más que un paciente normal, pero sí retrasan mucho su tratamiento”.
Por eso, cuenta José Luis, el padre de Juan Pablo, junto a su familia tomaron la drástica decisión de que él y su hijo se encerraran en la casa de acogida de la Fundación Camino, que recibe a jóvenes y niños con cáncer. Y no asomar la nariz a la calle hasta que todo se calme. Si es que se contagia, el riesgo de retroceso en el tratamiento que corre su hijo, que también padece una leve discapacidad intelectual, es demasiado alto, tal como los costos personales, que han implicado que en tres meses no hayan atravesado el umbral de la puerta y que tampoco hayan podido ver al resto de la familia: “Los extraño, también las cosas ricas que me preparaban o sus abrazos”, dice el pequeño Juan Pablo, que pasa su tiempo entre las clases virtuales, haciendo tareas y jugando en el Wii.
“He tenido que explicarle por qué estamos tan estrictos, decirle ‘yo te amo y no quiero perderte’. Sabemos que un pequeño resbalón a ellos les puede costar la vida”, relata el progenitor.
Justamente, porque cualquier traspié podría significar un riesgo complejo para los nueve niños que hoy se hospedan junto a alguno de sus padres en la casa de acogida, las medidas ahí son estrictas. El encierro es total y solo está permitido que salgan a sus horas de tratamiento en el Hospital Calvo Mackenna. Solo unos pocos trabajadores pueden entrar y salir de la casa, también bajo control.
“Hace un tiempo recibimos la inspección de la Seremi de Salud y fue muy educativo. A la casa entra el equipo que trabaja -que se cambia de ropa y desinfecta para entrar- y los usuarios, nadie más. No puede entrar ningún familiar de visita, tampoco pueden entrar voluntarios”, explica Francisco Chahin, director social de la fundación.
El también sicólogo expone que el contexto los obliga a extremar medidas, llegando a tener casos de niños que en un año apenas se han movido entre la casa y el hospital. “Estamos muy preocupados de que se cumplan los protocolos, los ingresos, que el virus ojalá no entre a la casa, que no se acerque a nosotros”, cuenta.
Matar el tiempo
En la casa de la fundación tienen una ventaja: su director social relata que el encierro se ha podido hacer un poco más llevadero por el mero hecho de que son varias las personas que ahí viven, a pesar de que en los espacios comunes comparten con mascarillas y resguardos. “Se da la posibilidad de que tienes harta gente con quien distraerte, conversar, salir un poco de la rutina. Estamos encerrados, pero somos varios, que es distinto a lo que ocurre en una casa ‘normal’, porque acá hemos podido cocinar o jugar torneos de ping pong”, detalla.
Distinto es lo que le ocurre al profesor Jiménez. También en su encierro, las distracciones pasan por las conversaciones con su señora y las clases virtuales que tuvo que aprender a hacer. “Es bastante agotador. El estrés es grande, pero uno tiene que sacar fuerzas para avanzar”, dice. Y cuenta: “No he podido hacer lo que acostumbraba para escapar de mi enfermedad, que era ir al parque o sacar a pasear al perrito. Todo se ha limitado. A veces he tenido que salir a comprar algo muy puntual, pero con miedo. El paseo que he hecho es ir a la clínica a mi tratamiento”.
Porque aunque su enfermedad está en remisión “y entre comillas puedo decir que estoy bien”, según expone, el Covid, en una ciudad como Temuco, que alcanzó un 23% de positividad en los exámenes PCR, está a la vuelta de la esquina.
“Cuando llegó la pandemia todo esto fue peor, porque pensaba que cuando me sintiera mejor del cáncer haría muchas cosas. Tenía muchos planes, vino la pandemia y me volvió a tirar. A mi nieto lo he visto una vez en un año”, dice el docente de Historia. “Es una doble carga luchar con la enfermedad y lidiar con este encierro, porque uno tiene que seguir viviendo. He querido salir a caminar, pero no se puede”, añade.
Por eso, dice, las aplicaciones de videollamadas han sido vitales para mantenerse alegre dentro del encierro, así como también el haber aprendido a comprar online para salir lo menos posible. Las escaleras de la casa han servido para hacer ejercicio y el auto se ha lavado más que en toda su vida. Eso, sin embargo, no le quita la pena por no haber visto a su madre, quien vive en Chillán y sufre de alzhéimer, hace más de un año.
La realidad de Andrea no dista mucho de Juan Pablo, José Miguel y Francisco, y revela que en su caso a veces la frustración la embarga en medio del armado de puzles o los juegos de cartas. “Me da rabia cuando veo las noticias y la gente hace como si nada. Si yo he logrado estar encerrada un año, cómo el resto de la gente no va a ser capaz”, argumenta.
Mora, el paciente diabético de la Ciudad Jardín, cierra con una reflexión: “Ha sido brutal tener que estar encerrado un año entero, pero es lo que nos tocó. He visto muchas series y me he leído tres libros ya. Pero no puede ser que a simple vista los únicos que terminan cumpliendo a cabalidad el distanciamiento y las cuarentenas sean las personas de riesgo y no lo hagan quienes podrían contagiar”.
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