Inutilidad de segunda clase
En ocasiones, las palabras disfrazan, pero en otras sirven para describir de manera cruda y efectiva aquello que nombran.
Existe un lugar del monasterio El Escorial, en España, por ejemplo, en donde los frailes reciben los restos de los miembros de la familia real después de sus funerales. Los cuerpos permanecen allí durante años antes de ser llevados al panteón oficial. Aquel lugar provisorio, celosamente resguardado, es llamado -con castiza tosquedad- "el pudridero".
Nuestro lenguaje americano, suavizado tal vez por la mezcla con el carácter aborigen, tiende a pulir los contornos y filos de las palabras, que solo se asoman en todo su poder en momentos de rabia o en descripciones administrativas que necesitan contundencia. En esa idea sobre la ductilidad de las palabras me distraje mientras escuchaba el reportaje de TVN sobre las pensiones que recibían militares en retiro; hombres sanos y en perfecto estado de salud que mensualmente cobraban dinero fiscal en virtud de una aparente "inutilidad de segunda clase". Esa clasificación parecía, incluso, una ironía. Era una etiqueta punzante, para una realidad huidiza y ambigua. Uno de los beneficiados con la pensión, un ex agente de la CNI condenado por asesinato, decía merecerla, porque su labor le había provocado un "estrés postraumático". Otro, el primogénito de Pinochet, explicó que alguna vez sufrió un accidente en la Escuela Militar -un esguince, alguna torcedura- hace 40 años, y que desde entonces le parecía perfectamente legal recibir dinero mensual que dobla el promedio de ingreso de la mayoría de los chilenos. También reciben la pensión algunos de los reclusos de Punta Peuco, los mismos a quienes se les organizó una misa para que fingieran ser víctimas en lugar de victimarios.
Al día siguiente, La Tercera publicó que más de un millar de funcionarios jubilados de las Fuerzas Armadas -con pensiones inalcanzables para la gran mayoría de la población- habían sido recontratados por sus instituciones. "Se les paga un sueldo promedio de $ 940 mil y hay casos en que llega a $ 4 millones", informaba la nota. La institución negó entregar detalles sobre las razones individuales para esas recontrataciones.
Durante los primeros años de la transición, los continuos roces entre los nuevos gobiernos democráticos y las Fuerzas Armadas eran explicados por los generales en retiro y en ejercicio como un problema de incomprensión. Según ellos el mundo civil no entendía ni su lógica ni su forma de vida. Eran, por decirlo de alguna manera, una minoría incomprendida que se había sacrificado por el país. Cada vez que se enfrentaban a la opinión pública solían acudir al relato de quien ha sufrido un grave desaire, pese a que la evidencia describía una realidad bastante diferente. Usaban, además, con frecuencia una fórmula que le daba un carácter privatizado a una institución estatal: eran "la familia militar". Un clan que actuaba como un mismo cuerpo; que no solo tenía sus propias costumbres y códigos, sino también su propio sistema de salud, de pensiones y de justicia. Contaban hasta con una ley reservada que los abastecía de fondos frescos que algunos usaban para apostar en el casino. Algo demasiado parecido a un universo paralelo al del resto de los chilenos, que permanece mantenido bajo resguardo, defendido de la mirada de los intrusos por el sigilo que obliga la solemnidad y la jerarquía militar. Con el correr de las décadas y a pesar del discurso de normalidad que muchos quisieron imponer -más con la pompa del discurso que con la evidencia de los hechos-, las señales de que aquel orden paralelo continúa funcionando son cada vez más contundentes y la debilidad del poder civil para fiscalizarlo, vergonzosa. El rol del ministro de Defensa parece restringido al de un vocero incapaz de comprometerse a algo más que a una investigación de la que jamás se conocen resultados o a una mesa de trabajo con objetivos difusos.
Mientras por un lado se escogen palabras inofensivas para nombrar delitos y sinvergüenzuras, por el otro aparece la evidencia tardía de que la impunidad puede transformarse en una costumbre, en una tradición familiar de la que algunos, incluso, parecen enorgullecerse.R
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