La misión de La Gran Hermana

Adelia Gelinski es una figura quebradiza en medio del duro y hostil ambiente de las cárceles de Santiago. Pero la voluntad de esta hermana es de hierro y ha conseguido, con la ayuda del tiempo, ser la guía espiritual de los funcionarios de Gendarmería de Chile.




La hermana Adelia Gelinski llega con una bolsa llena de caramelos al portón de la ex Penitenciaría. Martes, siete de la mañana. El lunes estuvo trabajando en la Cárcel de San Miguel y el miércoles pasará el día en la Cárcel de Alta Seguridad, CAS. Pero los martes son especiales: los dedica al recinto penal más antiguo de Santiago, y lo primero que uno piensa al verla, circulando por los pasillos del recinto penal, es si la bolsa con masticables y bombones será suficiente para todos los gendarmes.

-Cómo está, cabo -saluda Gelinski al hombre de verde que controla la máquina detectora de metales.

El funcionario la saluda y ella aprovecha de entregarle uno de los cientos de volantes con el mensaje de la semana, que lleva en la otra mano. El hombre tiene una labor clave: resguarda el acceso a una zona en donde no puede haber ni celulares ni objetos de metal, pero igual se da tiempo para cruzar un par de palabras con la visitante, sin saber muy bien qué hacer con el panfleto; como si la acción de doblar el papel y meterlo al bolsillo, para leerlo después, fuera una descortesía inexcusable.

La reacción se repite 100 veces al día, ya sea en las puertas que dan al patio de los internos, en la oficina llena de papeles y computadores donde se guarda el historial de cada interno, o en las casetas del muro perimetral donde los gendarmes más jóvenes hacen sus guardias de cuatro horas pegados a un fusil.

En todos esos casos, el panfleto  transita por las manos de los gendarmes sin encontrar nunca un lugar definitivo. Lo leen. Circula. Hablan del mensaje impreso allí. Es el mejor ejemplo de que la hermana Adelia Gelinski está ganando en su evangelización.

Claro está, no siempre fue así.

TRABAJO EN EL INFIERNO
Había días en que la hermana Adelia no conseguía arrebatarles más de dos palabras a los reacios gendarmes, días en que no le recibían sus octavillas con mensajes religiosos y juegos de sudoku, días en que su buen humor y perseverancia, simplemente y de manera brutal, chocaban contra las puertas abarrotadas de las cárceles que visitaba.

Pero esta mañana, a las 8.15 como siempre, la hermana Adelia ha vuelto a ser parte central en la ceremonia de formación con que los gendarmes comienzan su jornada. Ha conseguido, incluso, que los efectivos que comienzan su guardia digan una oración y hasta canten un poco.

En el suelo de la Peni podrá haber una veintena de estoques amontonados, producto del último allanamiento de rutina, pero jamás un volante botado que lleve por título "Comando de Vida Espiritual, Funcionarios de Gendarmería".

La hermana Adelia es una figura recurrente en las cárceles de Santiago desde hace seis años. Llegó a hacerse cargo de la pastoral de Gendarmería porque no puede dejar de hacerle caso a su voz interior.

En este caso, la voz le decía que trabajar en un colegio de Macul -lugar al que llegó desde Brasil en 2004- no era lo que Dios quería para ella. Muchos años antes, en su Curitiba natal, la voz opinaba que tenía que compartir toda la comida que había en su casa con los pobres, y entonces venían los suspiros de mamá Gelinski y un lavado de pelo bien zamarreado para eliminar los piojos. A los 15 años, cuando finalmente ingresó a la orden de las Hermanas del Sagrado Corazón, se había pasado un buen tiempo aguantando los dictados de la voz.

Nadie en su familia quería que fuera monja, pero ella sentía que estaba a punto de explotar. Al final, no tuvo más remedio. Con la voz interior simplemente no se discute.

El punto es que a los 31 años, cuando completó su formación, la enviaron a Roma. Estuvo en el Vaticano desde 1997 hasta 2002. Le tocó conocer a un libio medio loco que quería matar a Juan Pablo II y que al final se transformó en un buen amigo. También trabajó como guía espiritual de la Guardia Suiza y de los Carabinieri.

A su regreso a Brasil la destinaron a un colegio, pero ya estaba claro que la educación no era lo que le gustaba. Dos años después la enviaron a Chile para trabajar en el Colegio San Marcos de Macul, pero al poco tiempo se empezó a escuchar la vocecilla, así que se puso en contacto con el capellán de Gendarmería en Santiago, Marcelo Mancilla, y le dijo que quería trabajar en el infierno.

-¿Cómo que en el infierno? -preguntó Mancilla.

-En el infierno, poh -le respondió Gelinski-. En un sitio al que nadie va, donde no hay representantes de la iglesia. Yo creo que Dios me quiere en un sitio así.

En 2005, tras conseguir autorización de sus superioras en Brasil, comenzó su guerra de desgaste contra el inclemente ambiente de la cárcel.

Habituados a un trato beligerante con los presos, los gendarmes no sabían cómo reaccionar cuando la monja de los dulces les preguntaba por sus hijos y por sus problemas.

Con el paso del tiempo, la inverosímil presencia de la hermana devino en rutina y los funcionarios se sorprendieron a sí mismos comentando el contenido de su mensaje en los volantes, organizando un grupo que da de comer a los indigentes en la Vega Central o apadrinando un colegio de La Pintana, y celebrando con sus 400 alumnos la Navidad en una fiesta que tuvo como estrellas invitadas a Karol Dance y el Gato Juanito.

Para que todo eso pasara, Adelia tuvo que colgar los hábitos, o, mejor dicho, los reemplazó por otros. Cuando llevaba dos años de trabajo con Gendarmería, comenzaron a llegar reproches desde Brasil. Le mandaron a decir que el trabajo de la orden del Sagrado Corazón estaba en los colegios, no en una cárcel, y que se hacía imperativo que volviera.

Adelia se aproblemó, la voz decía otra cosa: decidió dejar la congregación y ordenarse como laica consagrada. Hoy tiene 44 años y  usa un hábito celeste, pero cuando va a las cárceles de Santiago se pone uno verde: el color de los gendarmes.

DENTRO DEL HANGAR
El galpón donde los internos reciben las visitas es tan grande como un hangar para aviones. El ruido es igual al de un terminal de buses. En una banca, una señora ha improvisado una cena para su hijo preso. Más allá, dos hombres mayores pasean ida y vuelta a lo largo del cobertizo, mientras unos niños corren tras un auto de juguete. Podría ser una plaza si no fuera por las tiendas que se sitúan en los costados, los camaros, los sitios donde los internos tienen sexo con sus mujeres.

En la puerta de acceso al "hangar", un gendarme cuenta la historia de una señora que trató de pasar una olla llena de porotos en cuyo fondo venían dos revólveres. Otro saca a colación al sujeto que traía en el recto un cargador de celular y dos condones llenos de marihuana.

Por encima de todos esos asuntos profanos, la hermana Adelia navega con la bolsa de dulces y su paquete de volantes. El de esta semana tiene destacada la frase "si quieres conocer a Dios, mira a tu alrededor".

Uno se pregunta, entonces, cómo es que ella se gana la confianza de los gendarmes con frases que, en ese contexto, pueden sonar vacías o quedar convertidas en un chiste amargo. Rato después, en una oficina, ella contesta que dentro de cada persona está la voz de Dios y que cuando esa voz habla, se llega de verdad a la gente. ¿Entonces por qué no trabaja con los presos? La hermana Adelia afirma que prefirió ayudar a los que realmente no tenían ninguna ayuda. Porque piensa, convencida, que la sociedad chilena es muy injusta con los gendarmes. Que la labor de esos hombres de verde es sacrificada, solitaria y noble, y que nadie se toma la molestia de darles las gracias.

Pone como ejemplo lo que pasó con el incendio de la cárcel de San Miguel, donde murieron 81 presos. Dice que hubo funcionarios que salvaron a algunos reos y no aparecieron en ninguna parte. Que el fuego lo empezaron los presos, pero que los funcionarios acarrearon las culpas. Que ella no sabe por qué hay derechos humanos para los internos, pero no para quienes los cuidan.

Lo que sí sabe es que desea envejecer en este trabajo: el próximo año va a organizar un programa de actividades con los hijos de los funcionarios. La monja de los gendarmes va a poner en marcha una corporación que sea reconocida por la Iglesia y que le permita, además, tener funcionarios consagrados.

De manera que se va a quedar por estos lados hasta que muera. Sus padres ya lo saben, también sus hermanos. A ellos no les gusta que trabaje en las cárceles, porque se imaginan que son como los penales en Brasil, que salen tanto en los diarios. Por eso no les cuenta que se mete  en la parte donde están los presos. Les ha dicho que trabaja en una oficina. Y cuando tiene que mandarles una foto, se saca alguna en las regias oficinas de la Dirección General de Gendarmería.

Nadie podría culparla por esa mentira blanca.

Comenta

Por favor, inicia sesión en La Tercera para acceder a los comentarios.