Una guerra sin destino
Las revelaciones de Wikileaks evidenciaron que Afganistán es una pesadilla cada vez peor para Washington. las razones por las que el ejército más poderoso del mundo ya no cree en su misión están aquí.
Julian Assange, el ex "hacker" australiano de 39 años que dirige Wikileaks, el sitio web especializado en publicar papeles, audios y videos filtrados desde el poder en todas partes, sabía bien lo que tenía entre manos cuando hizo públicos, hace pocos días, 91 mil documentos de origen militar sobre la etapa 2004-2009 de la guerra que libran Estados Unidos y la OTAN en Afganistán. No tanto una primicia de contenidos como una primicia de volumen.
Lo que impactó no fue que estos informes sobre incidentes y partes de inteligencia probaran que hay víctimas civiles, que los militares ocultan parte de ellas, que el enemigo posee lanzadores tierra-aire, que parte del espionaje pakistaní conspira con el talibán y qué esta organización tiene santuarios en Pakistán, o que la conducción de la guerra está presidida por el caos. Todo eso se sabía, si bien los documentos confirmaron de forma detallada y maciza lo que antes llegaba por cuentagotas y con la interferencia del ruido político. Lo chocante -y confirmatorio del mal estado de ánimo en torno al conflicto- es que el más poderoso Ejército del mundo no pueda impedir que se filtren de sus entrañas tantos secretos con tanta facilidad y pasen a manos de un sitio web que carece de oficina o empleados y ni siquiera se maneja desde Estados Unidos. Stanley McChrystal, el comandante de las tropas norteamericanas recientemente defenestrado por sus críticas a toda la dirigencia civil en Washington, en cierta forma expresaba un problema generalizado: el respeto a la jerarquía se ha perdido por completo, empezando por él y bajando hasta el soldado raso.
Los que conocen a Assange -tuve ocasión de estar con él en una reunión relacionada con los derechos humanos en Noruega hace pocos meses- saben que es un activista radical que poco tiene en común con el tipo de periodista tradicional de cuello, corbata, puro y diccionario como los que en los años 70 publicaron en el New York Times los "papeles del Pentágono". Hoy un tipo de jeans, que habla en jerga, con aspecto de rockero y acento australiano es capaz de penetrar al más poderoso Ejército del mundo sólo porque ese Ejército ya no cree en su propia misión.
El escaso respaldo de los estadounidenses a la guerra de Afganistán, que cuesta a los contribuyentes siete mil millones de dólares mensuales y que después de nueve años parece imposible de ganar, se encogerá más. Según los sondeos más fiables, sólo 30 por ciento respalda la idea de prolongar el conflicto con más tropas y para dos de cada tres personas ha llegado la hora de evitar meterse en "los asuntos de otros". Quiere decir que el nexo entre los atroces ataques del 11 de septiembre de 2001 y la guerra de Afganistán, donde todo se planeó, se ha desvanecido en el imaginario
colectivo.
Es entendible. De Afganistán, sólo llegan malas noticias desde hace rato. El talibán, que durante años estuvo confinado en el sur y el este, ahora se ha expandido al norte y el oeste. En los últimos tres años, el número de bajas civiles ha crecido exponencialmente (ronda los 2.500 anuales). El gobierno de Hamid Karzai al que apoyan Estados Unidos y la OTAN es, según Transparencia Internacional, el segundo más corrupto del mundo. La mitad del Producto Interno Bruto, sostiene la ONU, procede del tráfico de opio, en parte controlado por gente del poder. Entre 2008 y 2009, calcula el Pentágono, uno de cada cuatro soldados afganos -un Ejército de unos 95.000 soldados- desertó, y el número de ataques del talibán ha aumentado 60 por ciento desde 2008. Y para Unicef, Afganistán es hoy el país más peligroso para un recién nacido. Ese es el saldo de una década de intervención militar por parte de Estados Unidos, que tiene allí unos 90.000 soldados, y de otros 38 países que aportan hoy unos 40.000 más bajo la sombrilla internacional con mandato de la ONU conocida como International Security Assistance Force (ISAF.)
La historia de cómo se llegó aquí y qué queda por delante he podido reconstruirla en parte gracias a información recogida de fuentes directas e indirectas, incluyendo reuniones con el actual comandante de las tropas norteamericanas, David Petraeus, su ex brazo derecho, el general Peter Mansoor, ex generales y periodistas que tuvieron acceso a Afganistán en los últimos años.
COMO RESURGIO EL TALIBAN
Todo pareció rápido al comienzo. El 21 de octubre de 2001, semanas después de los atentados contra las Torres Gemelas, Estados Unidos, con ayuda británica, atacó Afganistán mediante la operación "Libertad Duradera". Los estadounidenses utilizaron sus antiguos contactos con la guerrilla de la Alianza del Norte -los adversarios del talibán que habían quedado confinados a un 10 por ciento del territorio, en la zona norte-, realizados durante la guerra civil que siguió a la retirada soviética. La Alianza puso la infantería en tierra, con ayuda de algunas Fuerzas Especiales norteamericanas y agentes de la CIA, mientras que Estados Unidos bombardeó desde el aire. Ante la fuerza devastadora del ataque, el talibán y Al Qaeda retrocedieron, huyeron en desbandada de sus bastiones en el sur y el este.
En diciembre de 2001, el Isaf, mandatado por Naciones Unidas -que no había autorizado el ataque estadounidense- finalmente convirtió a la fuerza atacante en una vasta coalición con legitimidad internacional. En 2003, la OTAN asumió el control de Isaf, cuya misión básica era garantizar la seguridad de Kabul y los alrededores, donde se había instalado el gobierno de Hamid Karzai, nacido de negociaciones entre las tribus afganas y los ocupantes. Mientras tanto, los talibanes y sus aliados de Al Qaeda se repartían entre las zonas tribales del noroeste pakistaní y, en menor medida, las cuevas del sudeste afgano. Pero ocurrió un hecho central: el enemigo decidió convertirse en una guerrilla o fuerza insurgente, en lugar de actuar como Ejército enfrentado directamente a Estados Unidos y compañía. Su propósito era replicar la situación de los años 80, cuando una guerrilla musulmana fue capaz de derrotar por cansancio, bajas cotidianas y drenaje de recursos económicos al mastodonte soviético.
Con armas, dinero, un santuario y bolsones de apoyo en la población, el talibán resurgió. El mundo no prestaba atención, porque Iraq copaba el interés de la opinión pública y de los aliados. En silencio, el talibán y otros grupos que no querían aliarse a Karzai y sus socios internacionales penetraban el negocio del opio. También, sigilosamente, conseguían aliados dentro del aparato del precario, dividido y acorralado gobierno afgano.
Los ingleses habían pasado a asumir la responsabilidad del sur, zona clave de la guerrilla del talibán. Aunque lograban espectaculares capturas y asaltos exitosos a determinados puntos, la capacidad del talibán para moverse por la frontera pakistaní y la aparente incapacidad de Pakistán, donde el gobierno del dictador Pervez Musharraf estaba altamente deslegitimiado y los servicios secretos penetrados por el fundamentalismo, para negarles el espacio permitieron que talibanes y grupos terroristas de otras partes dieran un salto cualitativo en la lucha. Estados Unidos aumentaba periódicamente sus tropas -en 2008 pasaron de 50.000 los soldados destacados en Afganistán-, pero las ataques contra bases norteamericanas y de la Isaf, así como contra objetivos gubernamentales, aumentaban.
PAKISTAN
La crisis interna de Pakistán, donde Musharraf, producto de un golpe de Estado muchos años antes, se resistía a la democratización que sus archienemigos, Benazir Bhutto y Nawaz Sharif, trataban de forzar, fue un gran alivio para el talibán. Las zonas tribales del noroeste pakistaní eran desde una tierra de nadie, donde el gobierno de Islamabad carecía de presencia efectiva por acuerdos con tribus locales. Ese vacío había sido aprovechado por grupos fundamentalistas que tenían allí desde "madrazas" para preparar a nuevos militantes hasta facilidades para traficar con armas y drogas, y recibir financiación. También, hospitales para curar a los heridos.
El Inter-Services Agency (ISI), servicio secreto pakistaní, había ido convirtiéndose en un reino de taifas, con distintos grupos actuando con plena autonomía en la práctica. Varios de estos grupos tenían vínculos con el fundamentalismo y prestaban al Talibán, que contaba con un capítulo pakistaní, invalorable ayuda. La creciente dificultad de Washington para actuar en alianza con un régimen mundialmente cuestionado hacía difícil presionar a Musharraf de forma eficaz, en el supuesto de que éste pudiera controlar al ISI. El ex teniente coronel Hamid Gul, que manejó el ISI en los años 80, y ha confesado haber tenido nexos con grupos violentos de Cachemira y con la Ummah Tameer-e-Nau, vinculada al talibán, siguió en todo ese período influyendo en mandos medios del ISI directamente.
El cambio de mando en Pakistán tras el asesinato de Bhutto en 2007, la crisis que obligó a Musharraf a renunciar en 2008 y las elecciones que llevaron al viudo de Bhutto, Ali Asif Zardari al poder, mejoraron el panorama para Estados Unidos. Zardari respaldó sin ambages a la coalición en Afganistán y temía la creciente fuerza del fundamentalismo dentro de su propio país. Desplegó 140.000 soldados en la frontera afgana y aumentó el presupuesto dedicado a combatir al talibán y sus socios. Según me confirmaron dos fuentes militares estadounidenses, cuando Zardari dice que Pakistán ha gastado 35 mil millones de dolares en total, "está diciendo básicamente la verdad". Aunque Gul está fuera del ISI -controlado desde 2008 por Ahmad Shuja Pasha, hombre de Zardari- y el Ejército pakistaní regular se ha mostrado leal, me dice el general Peter Mansoor que "hay un esfuerzo constante de Gul y sus aliados dentro del aparato de inteligencia por influir en mandos medios y Shuja no tiene un control total". Eso explica que Zardari, con presión nuestra, haya anunciado algo altamente muy poco común: que el jefe del Ejército, Ashfaq Parvez Kayani, se quedará al mando otros tres años.
Parvez y Mike Mullen, el jefe del Estado Mayor Conjunto de Estados Unidos, han estrechado lazos. El gobierno de Obama usa esa vía incluso más que la comunicación con el primer ministro Yousaf Raza Gilani -del mismo partido que su jefe, el Presidente Zardari- para comunicaciones clave. A cambio de los mil millones de dólares anuales que Washington le otorga para la
guerra, el general Parvez autoriza extraoficialmente a Estados Unidos a usar dirigibles para atacar desde el aire al talibán y Al Qaeda en zonas tribales, al interior de Pakistán, lo que abre la posibilidad de reacciones violentas contra Islamabad de nacionalistas pakistaníes. Aun siendo Parvez un aliado, sectores importantes del gobierno estadounidense no confían ciento por ciento en él. El saliente general McChrystal, que comandaba a las tropas estadounidenses, es uno de ellos, según supe de fuente directa. Nunca logró que Parvez se desmarcara en público de forma contundente de los fundamentalistas que actúan en inteligencia con el talibán.
La obsesión de David Petraeus, el general que tiene en sus manos la misión de dar un vuelco a la situación en Afganistán, y lograr algo parecido a lo ocurrido en Irak bajo su mando en 2007, es no repetir la ocupación soviética exitosamente expulsada, a pesar de estar sostenida por 130 mil soldados, por los grupos fundamentalistas. En ese entonces, dos elementos clave jugaron a favor de los afganos. Por un lado, la endiablada geografía del país y la balcanización de una zona que ningún poder central ha controlado nunca del todo. Por otro lado, el constante respaldo de Islamabad y de la CIA (esta también a través de Pakistán) a la resistencia antisoviética. Esos dos elementos están hoy presentes también.
Karzai no controla sino un pedazo pequeño del territorio, y el poder está altamente atomizado. Incluso su gobierno está cuarteado por las divisiones. Y si bien el talibán no tiene el apoyo directo del gobierno de Islamabad, en la práctica la zona tribal del noroeste pakistaní es el santuario de la insurgencia. Eso, a pesar de las tropas paquistaníes y los ataques con dirigibles por parte de Estados Unidos, no ha variado mucho en los últimos años. De allí el aumento vertiginoso de los "incidentes", como llama la jerga militar a los ataques talibanes y el hecho de que éstos se hayan logrado expandir al norte y el oeste de Afganistán.
LA NUEVA ESTRATEGIA DE KARZAI
Ante la gravedad de la situación y en una evidente admisión de que no cree posible derrotar al enemigo, el Presidente afgano, el cuestionado Karzai, sorprendió al mundo proponiendo un cambio radical de estrategia. Este año, en una conferencia internacional realizada en Londres, Karzai pidió negociar con el talibán una salida política. De vuelta en Kabul, convocó una "loya jirga" o asamblea de mayores, para hablar de paz. A esa asamblea fueron invitados líderes fundamentalistas pashtun, léase del talibán, además de líderes de las otras tribus. Desde entonces, Karzai mantiene un forcejeo con el embajador estadounidense, Karl Eikenberry, que se opone a este acercamiento, y con Richard Holbrooke, el enviado especial de Obama para ese conflicto. Sin embargo, el ahora defenestrado McChrystal respaldó a Karzai y trabó con él una alianza cercana. En Washington, algunos sectores del Pentágono, a juzgar por la admisión del secretario de Defensa, Robert Gates, de que "la solución final pasa por una reconciliación", parecen haber empezado a aceptar que la victoria definitiva contra el talibán no es posible.
Ni es posible y -esto es lo más novedoso- ni acaso deseable. Se teme que sin el talibán como fuerza estabilizadora, Afganistán resulte más fácil terreno para grupos terroristas y eventualmente -lo que peocupa sobremanera a Pakistán- para que India pase a ser un factor de influencia. Si es así, ¿qué pasa con la alianza entre el talibán y Al Qaeda? "La gan novedad", cree Kim Kagan, asesor del defenestrado general, "es que el talibán y Al Qaeda se han peleado y varios líderes talibanes están dispuestos, a cambio de que les dén poder, a garantizar que Al Qaeda no pueda ingresar". Exactamente la apuesta de Karzai.
Nada de lo cual implica que Karzai vaya a lograr lo que se propone. Su credibilidad está altamente mermada, la corrupcion de su gobierno es objeto de ataques en el Congreso y la prensa norteamericana, y muchos líderes estadounidenses se oponen a esta estrategia.
EL FACTOR PETRAEUS
El general Petraeus aceptó bajar de nivel cuando le dijo a Obama, hace pocas semanas, que sí estaba dispuesto a comandar a las tropas: en aquel momento, era como jefe del Comando Central, que se ocupa del Medio Oriente y el Asia Central. Todavía es pronto para que Petraeus sepa si necesitará más tropas -McCrhrystal llegó a decir en un documento secreto que necesitaba 500.000 soldados por cinco años- y si estará de acuerdo en empezar la retirada en agosto de 2011, como Obama prometió el año pasado.
"Pero es posible que pida más tropas y se oponga a la salida," dice una fuente de su entorno, "si se da cuenta, como sucedió en 2007 en Irak, de que la situación es mucho más grave aún de lo que se sabe. En todo caso, la prioridad es hacer lo que McChrystal no supo hacer: política. El general tiene que establecer lazos con varios hombres clave: Karzai, el embajador Eikenberry, Holbrooke, el primer ministro paquistaní, y tanto el jefe del Ejército como el jefe del servicio de inteligencia militar de Pakistán. Sin una estrechísima alianza entre todos esos personajes, esto no funciona".
La colaboración con Islamabad tendrá como objetivo remover los santuarios de que goza el talibán. Lo segundo que se propone Petraeus es devolver confianza a sus tropas. Si algo se desprende de los documentos filtrados a Wikileaks es que la moral está por los suelos y la disciplina se ha perdido. Pero tendrá allí que guardar un equilibrio delicado. Parte de la razón por la que las tropas están desmoralizadas tiene que ver con las restricciones que se fijaron para evitar bajas civiles tras las protestas de Karzai el año pasado. Los soldados se sienten maniatados y Petraeus se propone darles más libertad. Sin embargo, el riesgo es que Karzai se oponga y la colaboración oficial baje a mínimos, lo que convertiría la nueva estrategia en un bumerán. Petraeus también tendrá que resolver la tensión entre tener detenidos a un alto número de afganos para quitarle oxígeno al talibán y ponerlos en libertad para evitar resentimiento entre la población. En 2007, había unos 25.000 iraquíes en cárceles controladas por Estados Unidos en Iraq. Hay menos de mil ahora en Afganistán.
Petraeus aumentará los puestos de control militares y el uso de sistemas biométricos de identidad para vigilar a la población, hará un censo y colocará más tropas en barrios clave para interactuar con la población. Según él, la estrategia anterior, basada en limitar la presencia de tropas en zonas urbanas, concentrarse en Kabul y olvidarse de las provincias, y hacer regalos a la población, ha dado demasiado espacio a la insurgencia. El riesgo -otra vez- será enajenarse el apoyo de una población crecientemente escéptica.
Un observador que no tuviera noción de lo que pasó en Estados Unidos durante los primeros años de la guerra de Afganistán y de Irak no sospecharía que los republicanos estuvieron en la vanguardia de la batalla política en favor de ambas ocupaciones y que los demócratas, después de un respaldo inicial, las reprobaron, especialmente la de Irak. Hoy, son Obama y el Partido Demócrata los que defienden la ocupación de Afganistán y son cada vez más las voces políticas y mediáticas conservadoras las que se oponen a ella. Los republicanos han entendido bien que Afganistán puede ser la tumba política de Obama, o al menos un factor de drenaje de capital político tan importante como el escenario doméstico, donde el mandatario ha visto erosionado su respaldo.
Afganistán es hoy la guerra de Obama, no de George W. Bush y los republicanos. Es él quien paga el costo de un conflicto que no entusiasma ya ni a la izquierda ni a la derecha y que cuesta mucho en un contexto de insuficiente recuperación económica. De allí que, en un giro irnónico de la historia, Obama haya hecho en Afganistán exactamente lo que Bush hizo en Irak cuando las papas quemaban: llamar a Petraeus y rogar a los santos evangelios que su estrategia funcione. Sin embargo, Obama tiene una desventaja: es altamente improbable que pueda ordenar un nuevo aumento de tropas si, llegado 2011, las cosas siguen igual o van peor que ahora. Por ello mismo, Afganistán ha pasado a ser un factor clave en la estrategia para la reelección presidencial de 2012. En contra de toda previsión, puede ser la política exterior aun más que la política interna la que decida si Obama sigue en la Casa Blanca.
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