Columna Constanza Michelson: Amor moderno
Mitzvot es, en el judaísmo, algo así como hacer un buen acto para realizarse espiritualmente. Cuentan que una mujer en Chile, para cumplir el suyo, se convirtió en celestina: juntaba parejas y, según dicen, tuvo varios casos de éxito que le armaron la fama. Estoy hablando de los tiempos modernos, aunque parezca impensable; hoy que hay un pánico a que algo, que no sea uno mismo, elija por nosotros. Menos una tradición o alguien de una generación mayor, con quienes la modernidad cortó los lazos hace tiempo, pero tampoco el propio inconsciente.
Su éxito seguramente no tuvo que ver con algún algoritmo sofisticado para hacer "match"; pienso que lo más parecido puede ser el fenómeno que ocurre cuando una persona a quien estimamos nos presenta a alguien y transfiere su valor sobre el candidato. Es un acto de confianza, un descanso para el yo moderno que tiene la responsabilidad de elegirlo todo y bien.
En las sociedades tradicionales, escribe la socióloga Eva Iliouz, donde casi ninguna elección era libre, menos para las mujeres, curiosamente -y al contrario de lo que se piensa- la vida sentimental era libre de algo, que es precisamente a lo que la educación sentimental moderna aspira: del desapego de las pasiones, de las dependencias salvajes y de la búsqueda de validación personal en el amor romántico. Y es que la vida emocional se organizaba por una moral que protegía a las personas de quedar esclavos de sus impulsos, en un código que Iliouz nombra como "el carácter"; cuya cifra era la búsqueda de reconocimiento público en el honor, por lo tanto no era tan sencillo dejar a la novia plantada ni mandar mensajes desesperados a las tres de la mañana.
Los sujetos modernos no sólo no responden ya a una moral comunitaria como orientación vital, sino que la idea de lo humano ha mutado desde el sujeto -sujetado del mundo, de un cuerpo mortal, de los otros- hacia el individuo, suelto, supuestamente, de las amarras, salvo las de su propio deseo. Individuo que presume -aunque sea contrafácticamente- que es amo de sus decisiones y que tiene toda la responsabilidad de su destino. Algunos autoengaños de la ideología del individuo son: la meritocracia, que hace como si no existieran las clases sociales. Pero también el simulacro de la idea de deconstruirse a voluntad, porque al final, ¿qué parte de uno es la que deconstruye al resto?, ¿esa parte también debe deconstruirse? Existen momentos de deconstrucción, epifanías, iluminación o como se lo quiera llamar, pero no es el "yo" quien lo decide, sino que ocurre en un encuentro fortuito.
Toda educación sentimental es hija de una época, porque siempre nos ha preocupado el problema de que amar, desear y follar no son la misma cosa. Cada tiempo impone sus normas; la de hoy tiene nombre de libertad; sin embargo, hace sus prescripciones, define qué es o no amor, "si duele no es amor", "primero el amor propio"; soltándonos del otro siempre peligroso y potencialmente tóxico, para dejarnos librados a un individualismo que nos sitúa como potenciales enemigos en la cama, siempre a la defensiva.
El amor, aunque tome nombres de tecnologías amatorias rimbombantes, se ha transformado en una zona de control y definiciones; quizás porque no hay códigos en los cuales descansar, transgredir y jugar con la ambigüedad que el erotismo requiere. Hay más bien una incertidumbre que convierte el sexo en gimnasia y quiere hacer del lenguaje -siempre metafórico- una carne, una literalidad para evitar la angustia. Lo literal es el último recurso frente a la falta de un pacto social que nos proteja de nosotros mismos. Pero el amor literal padece de la tragedia de lo que es delirantemente en serio: una mirada puede ser una amenaza; una palabra de amor, un acto definitivo; una duda, un suicidio.
Los manuales de amor moderno, a pesar de sus piruetas lingüísticas, son aburridos, nítidos, se olvidan de que el amor no se pide, se hace, y que casi siempre viene sin querer queriendo.
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