Columna Constanza Michelson: Juicios, depilación y el nuevo capitalismo
La historia es así. Jessica Yaniv, una transgénero canadiense, denunció a 16 mujeres por negarse a depilar sus testículos. Alegó ante los tribunales de derechos humanos haber sido discriminada por su identidad de género. Por su parte, las acusadas reclamaron que no la rechazaron a ella, sino que a su pene, por razones personales, religiosas o sencillamente porque no tienen los conocimientos del procedimiento: no aceptan, nunca, depilar genitales masculinos. Quizás les faltó claridad en decir de antemano que no manipulan testículos ni de hombres ni de mujeres. Pero bueno, no siempre se puede ser tan claro en todo lo que la posmodernidad requiere.
Lejos de ser considerado un asunto personal -delirante, pero atendible de manera privada-, los tribunales lo tomaron muy en serio como algo de su competencia. Y así el tema fue escalando hasta un juicio de derechos humanos. Ante el estrés de enfrentar algo de tal magnitud, algunas de las acusadas prefirieron pagar el dinero que la demandante pidió. Mientras otras enfrentaron una audiencia que contó, incluso, con una persona experta en "manzilian", la versión masculina de la depilación brasilera, quien explicó que este procedimiento en ocasiones provoca erecciones, razón por la que muchas depiladoras prefieren evitarlo.
Hasta acá no se puede obligar a ningún trabajador a manejar genitales sin una razón médica, lo cual podría cambiar en Columbia Británica, en caso de que Yaniv gane el juicio.
La extrema derecha aprovechó, como lo ha hecho estos últimos años, la paranoia y el enredo en el que cae el progresismo actual en estas encrucijadas. Los trumpistas se dieron un festín -incluso el hijo del presidente de Estados Unidos intervino con un tuit, diciendo que la "cura de todo esto" es Trump 2020-, porque les ha servido el recurso de acusar al progresismo y a las políticas de identidad de casi todos los males del mundo, desviando de forma cínica y peligrosa la discusión sobre la verdadera causa del desastre, con la que ellos mismos tienen mucho que ver: la ley salvaje del capitalismo global financiero.
Pero si pueden aprovecharse, es porque el progresismo de izquierda se ha llenado de "enemigos internos" y conductas policiacas hacia los mismos compañeros de filas, y esta historia no fue la excepción. Hubo cancelaciones (cancelar es la nueva forma de destierro digital) a quienes fueron considerados transfóbicos por cuestionar a Yaniv; mientras que otros no tan osados optaron por defender a las trabajadoras apelando a su condición de inmigrantes, cayendo en una especie de disputa por cuál identidad es más oprimida: una transgénero sin el derecho a ser depilada o las trabajadoras racializadas. Otros apelaron a las conductas reprochables de Yaniv, que aparecieron al revisar sus antecedentes digitales; como si la posibilidad de tomar posición en este asunto tuviera que ver con la moral de las personas. ¿Pero y si la querellante fuera considerada una persona proba, o si las trabajadoras fueran ricas y canadienses, cambiaría en algo el caso?
Si bien son materia de la izquierda tanto los asuntos materiales como los identitarios, respecto de estos últimos se ha caído en una paradoja: se aplaude lo múltiple y diverso, pero en la práctica se ha caído en un solipsismo de identidades rígidas, que no hace distinciones entre personas reales; de ese modo resulta que Hitler y el compañero de curso terminan siendo lo mismo en tanto ambos son "el hombre blanco". Es una lógica insidiosa, frívola y punitiva que paraliza las posibilidades de los debates, porque sólo autoriza a ciertas identidades a hablar. Se cae en el absurdo cuando se confunde algo más parecido a un juicio por los derechos del consumidor (en este caso de una consumidora que pretende estar por sobre los derechos de las trabajadoras) con un asunto de derechos humanos, dada la identidad de su protagonista.
Este caso representa al nuevo espíritu del capitalismo y el entrampamiento de la izquierda progresista en éste, quedando en silencio cuando debe reconocer que no todo lo personal es político. A veces lo personal es muy político, pero otras, suponer que lo político es lo personal, sólo habla de las pequeñeces más narcisistas. Es hora de dejar esta cobardía del pensamiento.
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