Julián Aguirre: "Le salvé la vida a mi vecino con un lápiz"
#CosasDeLaVida | "Con el primer bocado de carne, Renato se empezó a atorar. Luego se desplomó. Recordé la indicación que me había dado mi cuñada médico. Le pedí a mi mujer que me trajera un lápiz, mientras yo buscaba un cuchillo con dientes de serrucho en el cajón de los cubiertos".
Desde que nos casamos con Alejandra, hace 33 años, siempre he tenido la precaución con el tamaño de los trozos de comida, porque ella se atora con mucha facilidad. Por eso, un día le pregunté a su hermana Gabriela, que es médico, cómo se hacían las traqueotomías de emergencias. Yo las había visto en la televisión. Quería estar seguro de poder atender a mi señora si alguna vez era necesario.
Gabriela me explicó que era súper simple: ubicar la nuez en medio del cuello y justo en la mitad hacer un corte; luego poner allí algo para descomprimir el aire. Así de fácil. Me quedé muy tranquilo con la información.
Esperaba no tener que ejecutarlo alguna vez, pero tuve que hacerlo. Fue una tarde de diciembre, como hace 20 años. Estaba bien agradable estar en la terraza, así que invitamos a una pareja de abuelitos que vivían a dos casas de nosotros. Renato y "la Pinta" tenían como 85 años; él padecía de Parkinson y era muy huraño, y ella era una señora bien amable, con mi mujer se llevaba muy bien.
Yo preparé un filete a la parilla, me encargué de comprar medallones: ellos eran mayores y podían tener problemas para masticar. Cuando la carne estuvo lista, pasamos a la mesa. Serví el vino y empezamos a comer. Con el primer bocado, Renato se empezó a atorar. La Pinta comentó que ése era uno de los inconvenientes de su enfermedad y que siempre le pasaba. Pero la situación no parecía mejorar. El tomó su copa y le dio un sorbo para poder tragar, lo que claramente fue inútil.
Noté la incomodidad que sentía como invitado de no poder toser más fuerte, así que lo acompañé hasta la cocina para que estuviera más cómodo y si era necesario meterse los dedos para sacarse el trozo de carne. Pero Renato se desplomó. Alcancé a sostenerlo. Al menos evité que su cabeza se golpeara contra los azulejos del piso.
Mi señora y la Pinta corrieron al teléfono a llamar a la clínica y yo, como acto reflejo, empecé a practicarle respiración boca a boca y masajes cardiacos. Por el teléfono nos daban instrucciones, pero Renato empeoraba: tenía los ojos cerrados, su cuerpo se ponía cada vez más rígido, su piel tomaba un color morado. Ninguna de mis maniobras estaba funcionando. Le dije a la Pinta que se estaba muriendo y que no sabía qué más hacer; ella muy calmada me respondió: "Tranquilo, sí ya hiciste todo lo que pudiste". Le pedí que le metiera su mano en la garganta, imaginé que al ser más pequeña podía alcanzar el trozo de carne. Fue inútil. El pedazo ya estaba fuera de nuestro alcance y la vida de ese hombre también.
Sin resignarme, recordé la indicación que me había dado mi cuñada. Le pregunté a la Pinta: "Creo que podría hacerle una pequeña incisión para salvarlo". "Si te atreves, hazlo", me respondió, entregada. Justo me acordé que tenía uno de esos lápices pilot, tipo lápiz bic, en mi mochila. Era perfecto: se le podía sacar la tinta y usar sólo el tubito. Además estaba nuevo. Le pedí a la Alejandra que me lo trajera, mientras yo buscaba un cuchillo con dientes de serrucho en el cajón de los cubiertos.
En cuestión de segundos hice el corte y puse el tubito. Me acerqué y se escuchaba como pasaba el aire; asumí que había salido bien. Renato empezó a parpadear lentamente.
Cuando llegaron los dos paramédicos de la clínica, el primero que entró a la cocina se cayó. Ahí estábamos entonces, en plena emergencia, con dos hombres tirados en el suelo y los muebles blancos salpicados con sangre. Yo no me había dado cuenta de esto último, pero seguramente cuando traté de meterle la mano en la garganta para intentar sacarle el trozo de carne, lo rasguñé o qué se yo. El corte en la garganta era muy chiquitito y la sangre no podía ser de ahí.
Me subí con Renato a la ambulancia. Le sujeté la mano y le fui contando todo lo que había sucedido para que no se durmiera. También le pedí que me diera una señal para saber si estaba bien y me apretó los dedos. Cuando llegamos a la clínica, había todo un equipo médico esperándonos. Uno de los doctores me preguntó los detalles, le conté toda la historia y me dijo: "Entonces usted es médico". "No", respondí, "soy agrónomo". Todo el equipo me miró. Al rato el mismo doctor se acercó para decirme que el corte estaba perfecto, que sólo le pondrían un punto en el cuello a mi vecino.
Yo creo que ahí estuvo la mano de Dios. Mi hija mayor, que en ese entonces era una niñita y hoy está haciendo su especialidad justamente como otorrinolaringóloga, me explicó lo peligrosa que es esa zona; podría haber pasado a llevar una de las carótidas.
Prácticamente estuve a milímetros de haber matado a Renato. Sin embargo, le salvé la vida, con un lápiz.
A la mañana siguiente lo fui a ver a la clínica. Cuando entré a su pieza, me vio y me dijo: "Hola, salvador". Me contó que se sentía muy bien, pero que le dolía harto el pecho. Y cómo no: seguramente en mi desesperación, los masajes cardiacos los hice muy fuerte o mucho rato.
Cuando todo esto ocurrió, esa noche, mis tres hijas dormían. Cuando nosotros íbamos saliendo en la ambulancia, y mi señora con la Pinta en nuestro auto, pensamos que no podíamos dejar a las niñas solas. Justo afuera de la casa nos encontramos con Felipe, mi primo que entonces aún vivía con sus papás a cuatro casas de la nuestra, estaba paseando a su perro. Le dijimos que se quedaran con las niñitas.
Felipe, que tenía 21 años, entró a la casa, vio la cocina llena de manchitas de sangre y llamó a su mamá, Amelia, para decirle que estaba la embarrada. Ella llegó, limpió la cocina, botó todo lo que había en la mesa por miedo a que una de las niñitas bajara y vieran el caos. En ese tiempo no había celulares, así que no habíamos podido explicarles lo que había ocurrido.
Cuando volvimos de la clínica, con mi señora nos tomamos el vino más rico de nuestras vidas junto a Amelia y su marido. Era una historia con final feliz después de todo, lo que también hizo que contarles a mis hijas fuera una anécdota al día siguiente.
Todo lo de la sangre para mí fue muy raro. Sólo después que en la clínica ingresaron a Renato, Alejandra me dice que vaya al baño a limpiarme. Al verme en el espejo me sentía como en El silencio de los inocentes: tenía manchas en la cara, no tantas, pero impactaban a cualquiera.
Luego de lo ocurrido esa noche, Renato comenzó a salir con su señora a caminar en las tardes, era más comunicativo con ella, se reía más y hasta el semblante le cambió. Ya no era ese hombre huraño que poco hablaba. Eso fue súper bonito: aunque su enfermedad siguió avanzando, él volvió a la vida y disfrutó mucho el tiempo que le quedaba. Dos años después dejó este mundo.
Por mi parte, yo seguí con este asunto de advertirle a todo el mundo sobre el tamaño de su corte de carne. Si algún bocado me da pelea, me lo saco con la servilleta; no me importa dónde esté. No me arriesgo.
Envíanos tus historias a cosasdelavida@latercera.com.
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