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FOTO: ELIGEEDUCAR

La educadora que llegó desde la Patagonia a Roma

Gladys Virginia Pérez ha dedicado su vida a la educación parvularia, y ha cambiado la vida de un puñado de niños de localidades remotas como Puerto Aguirre y Puerto Guadal. Ha ganado varios premios y ha sido finalista del Global Teacher Prize Chile. Recientemente, gracias a una creación de sus alumnos, llevó su causa por la educación preescolar -y a cinco de sus estudiantes- a Roma.


el Paraíso es un jardín infantil de paredes moradas y puertas blancas en un remoto pueblo de la Región de Aysén llamado Puerto Guadal. Gladys Virginia Pérez dice que es "como una casita de muñecas". Una casa donde, más que muñecas, hay niños de cero a 4 años.

'La Vicky', como le dicen sus estudiantes, se despierta temprano en la mañana y pedalea para llegar la sala de clases. Pero no es mucho el rato que pasa adentro: después de recibir a los niños le gusta salir a la calle, enseñar de las frutas en la verdulería y de la naturaleza en las montañas.

Este estilo la ha llevado a ganar distintos galardones y cuatro nominaciones al Global Teacher Prize Chile. El año pasado fue finalista. Su misión es visibilizar la educación parvularia, valorar el trabajo de las educadoras y demostrar la capacidad de reflexión y acción que tienen los niños de apenas cuatro años.

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Educar en el fin del mundo

Gladys Virginia nació y se crio en Concepción. Ahí estudió Educación de Párvulos y ejerció sus primeros años como educadora. Pero siempre supo que quería irse lejos. Desde joven le fascinaba la Patagonia y sobre todo, la nieve.

Lo hizo en 1996: con 32 años se fue a vivir a Puerto Aguirre, una isla en la Región de Aysén. Su hija de 9 años, Andrea, se quedó en la ciudad con sus abuelos y Virginia con su hijo Felipe, de apenas un año, y su entonces marido, partieron a vivir a un pueblo de la Patagonia donde no había luz ni agua potable. Así fue como Virginia vivió los siguientes casi veinte años. "Ahí me hice educadora, en ese lugar, con esos niños. Aprendí lo que era realmente educar, y sobre todo entendí que las familias son algo fundamental para lograr lo que necesitas", cuenta.

Con el paso de los años las cosas se fueron complicando, primero se separó de su marido, que volvió a Concepción, y luego, cuando su hijo Felipe cumplió doce años tuvo que irse del lugar. La escuela sólo duraba hasta octavo básico y él tenía que seguir sus estudios. Felipe se fue a Santiago y Virginia se quedó sola.

Con 32 años se fue a vivir a Puerto Aguirre, una isla en la Región de Aysén. Su hija de 9 años, Andrea, se quedó en la ciudad con sus abuelos y Virginia con su hijo Felipe, de apenas un año, y su entonces marido, partieron a vivir a un pueblo de la Patagonia donde no había luz ni agua potable.

Seguía encantada con el lugar pero la soledad le pesaba en el cuerpo. Por otra parte, su salud empezó a empeorar y en la isla no había un médico, sólo un practicante de medicina. "Yo tengo diabetes, soy insulinodependiente, me inyecto dos veces al día".

-¿Y qué hacías allá?

Eso me preguntaba mi familia: "¿!Qué haces allá?!"

A pesar de las múltiples dificultades, fue uno el hecho que la empujó a salir de la isla. En 2013 un gran amigo y colega sufrió un infarto al corazón. El helicóptero tardó más de lo necesario en llegar y Virginia lo vio morir. "Eso me hizo pensar ' llevas 18 años ahí, y si a ti te pasa algo, ¿qué va a pasar con tu hijo?".

Una mañana, sin decirle a nadie, tomó la lancha que cruzaba al continente y se fue.

Puerto Guadal

Recibió ofertas de trabajo en jardines infantiles de la Junji, había distintos pueblos y ciudades y no sabía cuál elegir. Una amiga leyó la lista y vio entre las localidades Puerto Guadal. "Me dijo, 'Vicky, a ojos cerrados ándate a Guadal''.

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Tomó sus cosas y junto a su nueva pareja, Michael, partió. Seguía en un lugar remoto, pero el acceso era un poco más fácil, a seis horas desde Coyhaique por un camino de ripio. Era marzo de 2017.

Cuando llegó al jardín El Paraíso, la estrechez de las paredes la agobiaron, y en pocos días cambió el sistema de educación por algo que nunca se había hecho en el lugar: trasladó la sala de clases al exterior y reemplazó los bancos y las sillas por las calles de Guadal y sus paisajes. Al principio, cuenta, los apoderados estaban desconcertados. "Decían 'Oye, esta tía anda puro paseando, nomás. Sale todo el día, da vuelta con los chicos, va al campo, a la montaña".

Le costó un tiempo, pero logró transmitir lo que quería. "Educar no es estar dentro de una sala de clases. Educar e innovar no es tecnología solamente. La pedagogía tiene que humanizar, que nuestros niños no se transformen en futuros robots", dice.

El primer proyecto que hizo con los niños se llamaba "Este es mi Guadal" y se enfocaba en enseñarles a los niños de dos a cuatro años a utilizar cámaras fotográficas. Fueron ellos mismos los que mostraron interés por los retratos, y también los que propusieron ir a tomar fotografías alrededor del pueblo. Las casas, las vacas, las montañas eran los personajes principales de las fotos que luego mostraron en una exposición abierta. Ese fue el primer contacto con la comunidad. "La gente se sorprendió. Ese fue el comienzo de visibilizar que esos niños, a pesar de ser tan pequeños, son capaces de hacer grandes cosas", cuenta la educadora.

"Educar no es estar dentro de una sala de clases. Educar e innovar no es tecnología solamente. La pedagogía tiene que humanizar, que nuestros niños no se transformen en futuros robots", dice.

Al año siguiente continuaron con el tema de la exploración en clases. Un día, mientras conversaban sobre lo que a los niños les gustaba y no les gustaba de sus alrededores, una de las niñas, Trinidad, le dijo que ella tenía un secreto. "Cuando yo me voy a acostar en la noche me crecen alas", dijo la niña. "Y salgo a volar por Puerto Guadal".

La niña que vuela

Sus compañeros callaron un minuto, y luego uno de ellos levantó la mano y gritó: "¡Sí Trini, yo te vi pasar por ahí!". En poco rato, todos los niños decían haber visto pasar a Trinidad. Ella siguió describiendo sus "vuelos", pero en su despliegue de imaginación incluyó una dosis de realidad: dijo que desde arriba podía ver que Guadal estaba sucio. Y de pronto la conversación de los niños giró hacia lo que todos veían: la suciedad de los caballos en las calles, las gallinas sueltas en la plaza, los perros callejeros.

Una semana antes, el movimiento internacional Design for Change había invitado a la educadora a participar de un proyecto donde los mismos niños debían proponer y crear un "desafío" educativo que influyera en la comunidad. De modo que ese día supo que ese debía ser su proyecto. Al día siguiente les preguntó a los niños cómo podían solucionar los problemas que habían denunciado. Hasta que Mateo, un niño de dos años, gritó desde una esquina: "¡Hagamos un pento!". "¿Un pento?", pensó Virginia, que intentando descifrar al menor entendió que lo que quería hacer era un cuento.

De pronto la conversación de los niños giró hacia lo que todos veían: la suciedad de los caballos en las calles, las gallinas sueltas en la plaza, los perros callejeros.

Así empezó La niña que vuela, un libro que durante un año los alumnos del curso fueron creando. El relato tiene fotos y muestra a Trini visitando a los distintos animales -que son otros niños disfrazados, explicándoles su preocupación por la basura del pueblo y convocándolos a una marcha en la plaza principal. El recorrido sigue con autoridades como el alcalde y los bomberos para sumarlos a la cruzada.

En el camino, los niños participaron de diferentes acciones para hacer cambios y mejoras en la localidad, como hacer gallineros comunitarios y limpiar las calles. Y, por supuesto, participaron en la marcha. Las escuelas, bomberos, la posta, los supermercados, la comunidad en general, salieron a la calle para manifestar el compromiso que tenían con su pueblo

De Guadal a Roma

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El libro fue un éxito y Trinidad se convirtió en un emblema de Puerto Guadal. La ONG Design for Change quedó sorprendida con él. Pero había un problema: por muy destacado que fuera, Virginia sabía que por ser parte de la educación inicial no tenían la posibilidad de asistir al encuentro mundial del que la ONG era parte y que en 2019 se realizaría en Roma. De todos modos, ella quería mostrar lo que sus niños eran capaces de hacer. Tras presentar el proyecto en la comisión internacional, logró lo impensado: por primera vez un grupo de párvulos fue invitado al evento. Virginia llevaría a un grupo de niños desde Puerto Guadal a Roma para presentar su libro.

Durante meses preparó a los cinco niños y apoderados que la acompañarían a Europa. Incluso llegaron a aprender un poco de italiano. En noviembre del año pasado, niños que ni siquiera conocían Coyhaique subieron a un avión para presentar su libro en Italia. Hasta el día de hoy a Virginia le cuesta dimensionar que llegaron al otro lado del mundo por un proyecto que crearon niños de dos a cuatro años. "Eran más de dos mil niños de cuarenta países del mundo y ellos los más pequeños de todos. En la presentación del proyecto entraron con sus disfraces, y nosotras también, porque yo soy la gallina, una tremenda gallina y mi colega es el cóndor. Y cuando nos vieron entrar todos a coro dieron un suspiro. Cuando ellos se presentaron la gente no lo podía creer cómo habían cambiado a una comunidad siendo tan chicos", cuenta con orgullo la educadora.

Durante los siguientes días dejaron los pies en las calles, recorriendo la ciudad. El Papa Francisco recibió de manera especial a los dos mil niños del mundo en el salón Pablo VI y como eran los menores del grupo, los sentaron en primera fila. Ricardito, uno de los niños, incluso le dio la mano al Papa.

En noviembre del año pasado, niños que ni siquiera conocían Coyhaique subieron a un avión para presentar su libro en Italia. Hasta el día de hoy a Virginia le cuesta dimensionar que llegaron al otro lado del mundo por un proyecto que crearon niños de dos a cuatro años.

"Lo que más a mí me hace feliz es visibilizar la educación inicial. Piensa que ahora otros niños tienen la posibilidad de ir al encuentro mundial porque abrieron cupos desde el próximo año para educación parvularia", cuenta, satisfecha.

Antes de viajar a Roma, Virginia visitó La Moneda con los niños que representarían al país. Los recibieron el Presidente y la ministra de Educación. La educadora estaba agradecida, pero algo la incomodaba. "Sabía que no era el lugar, pero estuve a punto de pedirles ayuda, porque tengo un reparo. He entregado mi vida a la educación pública de este país y tengo cero apoyo para la educación de mi hijo. Esos días en que he recibido tantas felicitaciones, invitaciones por lo que he ayudado, y yo pienso “¿y con mi niño, quién me ayuda?”, refiriéndose a Felipe, ahora de 23 años, quien perdió el Crédito Aval del Estado. “Me pueden decir que soy la mejor educadora de Chile, me han dado todos estos premios, pero estoy ahí pagando la mensualidad de mi hijo todos los meses y me quedo sin ni uno”, cuenta. “Es paradójico, hacer tanto por la educación del país y no poder hacer nada por la educación de mi hijo”.

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