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Estupa de Boudhanath, uno de los lugares más espirituales de Katmandú. (Crédito: Patricio De la Paz)

Sabiduría Garantizada*

Estoy en el Dhamma Shringa de Katmandú, en Nepal, para iniciar una meditación de diez días. Sigo los pasos del historiador Yuval Noah Harari, quien ha hablado de su experiencia en Vipassana. Debemos ser unas 200 personas. No podemos hablar con nadie. Ni con los gestos, ni con la mirada. "Noble silence", nos dicen.


Gong. Son las 4:00. Afuera está oscuro. La noche es una profunda boca de lobo. No se oye nada. Despierto con inquietud cuando me doy cuenta de que estoy en el Dhamma Shringa de Katmandú para iniciar una meditación de diez días. Sigo los pasos del historiador Yuval Noah Harari, quien ha hablado de su experiencia en Vipassana. He postulado por internet y me han aceptado hace meses. Esta mañana soy la primera en levantarse. Mis compañeras se quedan otros minutos en unos camastros duros de madera sobre los cuales tendemos unas pocas sábanas. Yo agarro mi ropa suelta y me encierro en una ducha precaria, en un baño aún más precario, donde se asoman las arañas, de patas gruesas -¿serán venenosas?-, pero no podemos matar ni a una mosca, según indica uno de los preceptos del budismo.

Un minuto después, un chorro de agua corre sobre mi cuerpo. Está helada. Suspiro fuerte. En los próximos días intentaré aguantar los ruidos, porque debemos mantener un silencio estricto, absoluto. No podemos hablar con nadie. Ni con los gestos, ni con la mirada. Noble silence, nos dicen. Esta sí que es una regla primordial. Y si bien al comienzo me parecerá demasiado extraño, como si fuéramos autómatas al caminar bajando la mirada para no comunicarnos con los otros, con el correr de los días comprenderé que el silencio es una herramienta esencial para subir la alta montaña que tenemos enfrente. Empinada, como todavía ni nos imaginamos. La ducha no durará ni un minuto, lo suficiente para sacarse el sudor. Vuelvo a mi cama de madera a la espera de la siguiente señal.

Gong. Son las 4:30 y por delante tenemos una hora y media de meditación sentados sobre un cojín ligero. Debemos ser unas doscientas personas, cien hombres y cien mujeres. De todos los orígenes, nacionalidades y edades. Un grupo variopinto que se sustenta por la vía de las donaciones de sus alumnos antiguos, porque no se puede donar hasta no haber completado un primer curso de diez días, lo mínimo para entender en qué consiste la meditación Vipassana, o morir en el intento, pienso. Los hombres y las mujeres que iniciamos la experiencia vivimos segregados. No debemos entablar contacto con nadie, menos con las personas del otro sexo. Ante problemas, sólo se puede hablar con los asistentes -antiguos meditadores que responden al nombre de Dharma workers- y, frente a dudas sobre temas prácticos de la meditación, con los profesores. De manera expresa se nos solicita no introducirnos en temas filosóficos o religiosos. Mi profesora asignada es una nepalí mayor que se sienta a la cabecera, de cara a nosotros, a meditar durante todo el día sin mover un pelo. No habla mucho inglés, pero comprende y se da a entender. Maestra Shifu, la bautizaré.

Una gran pagoda famosa en toda Asia corona el recinto, pero está reservada para los meditadores con experiencia. En su interior, como en la panza de una ballena, hay muchas celdas pequeñas, sin ventanas. Cuando se cierran esas puertas, parecen un cajón de castigo. Me asusto por lo físico y por lo mental. Pienso que jamás estaré preparada para una experiencia tan radical. Los alumnos nuevos nos sentamos por suerte en una gran sala amplia, en filas de cojines, dispuestos uno detrás de otro. Se nos reserva un asiento, que conservaremos durante todo el viaje interior. El lugar es en extremo austero, no hay imágenes, nada que venerar. El camino es solitario y personal. Cerramos los ojos, porque eso vemos hacer a todo el mundo. Y allí nos quedamos, tratando de calmarnos.

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El Dhamma Shringa de Katmandú, lugar de meditación Vipassana.[/caption]

No han transcurrido ni diez minutos cuando siento que mis piernas empiezan a molestar. Primero de manera tenue, después con dolor, hasta que chillan y se duermen, como muertas. La sensación es que he perdido las piernas de tanto aguantar el dolor. Pero al minuto veinte no lo soporto más y al final me balanceo, intentando sentarme de una manera más cómoda. Un solo movimiento y se desata la tormenta, porque entonces comienza un baile en que el cuerpo busca, pero no encuentra, una manera de acomodarse. No hay paz, todo da vueltas, surge la angustia. Una lágrima se desliza por mi mejilla. Esto no ha empezado y ya no puedo más. ¿Qué será de mí en los próximos días?

Gong. 6:00. No sé cómo ha pasado el tiempo. Intento ponerme de pie. Lo logro con dificultad. Camino buscando que la sangre circule de nuevo por mi cuerpo. Sigo a mis compañeras. Toca el desayuno. Un aliciente, pienso, hasta que veo el plato de latón con el cual debemos acercarnos a una mesa donde voluntarios nos sirven la comida. Arroz, legumbres y un vaso de té negro. Comer de cara al muro blanco, en silencio. Otra lágrima inesperada sale rauda. Siento autocompasión. Me doy cuenta de lo débil y cómoda que me he vuelto, lo fácil que es sacarme de mi pequeño mundo. Lo poco que se necesita para romperme los esquemas.

Después del desayuno, cada uno limpia su plato y lo deja en su lugar. Increíble que el latón que te hizo llorar empiece a ser una grata compañía con el pasar de los días, cuando descubras que la comida vegana puede ser un mundo desconocido y sabroso, y que la cocina nepalí lo ha llevado a su máximo extremo porque parece concentrar siglos de sabiduría en la mezcla de las especies. Disfruto cada simple verdura, cada grano de arroz, cada especie. Y como con placer. Los vegetales se me hacen amigables. Hermano vegetal, me digo.

Por delante tenemos una hora de descanso. Cuando nos damos cuenta de lo difícil que es cada día, en ese rato nos vamos a directo a dormir. Me tiendo con la ropa puesta, esperando el siguiente gong, que llega a las 8:00. Al despertar, el sol ya salió por completo y nos aprestamos para meditar hasta las 11.00. Son muchas horas, y cada minuto se expande como si no tuviera fin. Nunca había sentido de manera tan patente la relatividad del tiempo. Por suerte ahora una grabación nos da luces sobre qué hacer.

Simple y sencillo, debemos concentrarnos en la respiración, en cómo entra y sale el aire a través de nuestra nariz. Cada vez que la mente se vuelve sobre los pensamientos, o sobre los ruidos exteriores, o sobre la tos iracunda de la vecina, hay que observar los movimientos de la mente, para luego volver a la respiración. With a quiet and equanimous mind, nos dice una grabación de S. N. Goenka, el maestro que descubrió con su maestro -y así sucesivamente- esta técnica milenaria de meditación. Debemos observar, sin juzgar, manteniendo una distancia sobre todo lo que ocurre. Meditación Anapana, aprendemos. Y es un entrenamiento como del ejército ruso, pienso. Concentrarse en la respiración para hacerla sutil, hasta sentir no sólo el triángulo de la nariz, sino el aire entrar por los orificios nasales.

De nuevo comienza la batalla campal. El dolor del cuerpo. Ya no sólo las piernas, sino la espalda. Siento tensión, siento un dolor horrible, siento un cuchillo entrando por el costado de mi columna. No sé cómo logro llegar al mediodía. Por suerte es la hora de la comida, que se volverá uno de los momentos más esperados. Vegetales, legumbres y arroz. Agua, mucha agua. Y luego, descanso. Sale el sol y no hay bálsamo mejor. Todo está bien, cavilo con mis pensamientos que oscilan hacia el otro extremo, los muy traidores. He tomado la decisión correcta al venir a recluirme. ¿O será que mi amiga tenía razón? ¿Te parece una buena idea levantarte todos los días de madrugada en tu mes sabático después de diez años de trabajo? No tengo tiempo para divagar porque ya suena el siguiente gong. Y ahora se viene en serio. Hasta las 17:00 de corrido y sin chistar.

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Un monje budista y el arte de la concentración de la mente. (Crédito: Melanie Jösch K.)[/caption]

Start again, with a quiet and equanimous mind. No hago ni escuchar la frase y, una vez más, saltan las lágrimas. Qué pesadas. Decido no hacerles caso. Cierro los ojos con determinación. La novedad es que ahora no sólo me duele todo, sino que los pensamientos se me agolpan, y siento que me pesan, que me hunden, que empujan mis hombros hacia abajo. Y no hay manera de aquietarlos. Saltan como monos de un árbol a otro, sin ton ni son. No responden a lógica alguna, van y vienen, como locos, los pensamientos presentes, los del pasado y pronto se suman los del futuro. Y más encima, mi vecina no logra controlar su resfrío. Parece un resfrío histérico y furibundo. Es el infierno, pienso, todo este ruido. Y me esfuerzo por volver a mi mente, a la respiración.

Por fin llegan las 17:30. Medio plátano, media manzana, un pequeño bowl con cereales y un té negro, la última comida del día. Cuando tras un breve descanso todo vuelve a empezar, estoy segura de que no lo lograré. Y por mi cabeza se cruza la idea de hablar con los organizadores para explicarles que esto no es para mí. Acto seguido en mi mente suena la advertencia de que no podemos renunciar, que nos comprometimos a quedarnos hasta el final. Que se trata de una operación de la mente y que una vez abierta la cabeza, no se puede dejar que eso se pudra solo, sin sacar el pus, sin limpiar y luego volver a cerrar la herida. Que una meditación de este tipo tiene sus consecuencias. Que no es broma estar allí sentado.

Cuando puedo, me dirijo a mi maestra Shifu.

-Estoy sufriendo mucho -le digo buscando consuelo.

-Ya pasará -me dice imperturbable-. Cada uno tiene sus sankharas (karmas). Cuando comience la meditación Vipassana, lo entenderás.

Por el momento sólo hemos practicado Anapana, el arte de estar sentado observando tu respiración. De pronto, sin advertencia, en un momento extraño y magnífico, logro observar mis pensamientos. ¡No lo puedo creer! Ya no soy mis pensamientos, sino que los miro con distancia. Los veo volar dentro de mi cabeza como si fueran pájaros oscuros. Me asombro porque me parecen livianos, superficiales. No me dicen nada, pero son concretos. Sin duda me han quitado mucha energía. Me gusta verlos de lejos. La mente dominada por los pensamientos es como si estuviera gobernada por un animal salvaje, nos instruyen. Y sólo hay dos opciones: o vives a sus expensas o la domesticas. Domar a la mente es sentarse a meditar. Siento que empiezo a entender, pero no hago más que alegrarme, cuando caigo de nuevo en el pozo más profundo. Ahora sólo siento mi espalda. Me he convertido en mi espalda. Una espalda acuchillada por todos los costados.

Así llega el cuarto día de meditación. Un acontecimiento, porque nos introducen en Vipassana. Tras haber logrado algún nivel de sutileza en la práctica de la concentración de la mente, ahora hay que movilizar esa mirada por todo el cuerpo. Las impurezas, las rabias, los enojos, las agresiones, la pasión, los deseos afloran por todos lados. Llegamos a sentirlos en cada parte del cuerpo. Son sensaciones gruesas, dolores. Y va haciéndose nítido que el cuerpo y la mente son dos caras de una misma moneda. «La técnica Vipassana se basa en la intuición de que el flujo de la mente se halla estrechamente interconectado con las sensaciones corporales. Nunca reacciono a los acontecimientos del mundo exterior: siempre reacciono a las sensaciones de mi propio cuerpo. Cuando la sensación es desagradable, reacciono con aversión. Cuando la sensación es placentera, con ganas de tener más. Incluso cuando pensamos que reaccionamos a lo que otra persona ha hecho, al último tuit del presidente Trump o a un lejano recuerdo de la infancia, lo cierto es que siempre reaccionamos a nuestras sensaciones corporales inmediatas», escribe Harari en su último libro.

-Aunque no lo creas, te sentirás mejor al finalizar el curso -me reconforta No Mi, una joven voluntaria. Me cuenta que la primera vez que hizo Vipassana sufrió como chino. Un consuelo, me digo. No soy la única. Me aferro asimismo a los letreros que por doquier rezan con aparente liviandad Be happy. Son una grata compañía y apuntan a un hecho nada obvio: estamos aquí para aprender a ser felices.

Cada día una nueva observación. Cada día una revolución interior. Es como hacer una larga sicoterapia en condensación extrema. Así discurre el curso hasta el final. El último día nos dejan hablar y nuestras voces nos resultan ajenas. Hay sonrisas, todos emergen de las profundidades. Todavía queda un aprendizaje: la meditación Metta Bhavana. Nos advierten que sólo podemos practicarla cuando hayamos logrado algún nivel de paz interior, de alegría. Sólo en ese momento se puede compartir, desear felicidad a los seres visibles e invisibles que nos rodean. Tiene lógica, pienso. No se puede dar lo que no se tiene.

* El título de este artículo está tomado de la película Erleuchtung garantiert, de Doris Dörrie, y es un doble homenaje al filme y al camino de la introspección budista.

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