Dieciocho pesos en la cuenta corriente: Retrato de un matrimonio cesante
Desde el brote del Coronavirus en marzo, casi 300 mil personas en Chile han presentado sus cartas de despido en medio de una economía golpeada por esta crisis sanitaria global. Romina y Fernando son dos de ellos. ¿Cómo se mantiene la esperanza en una situación así? ¿Qué tipos de cosas se pierden? Este matrimonio, desde su casa en Renca, lo está empezando a descubrir.
A Romina la hicieron descender. Primero sólo un poco: los dos pisos que separaban su puesto en el call center de la empresa en la que trabajaba, en el séptimo piso del edificio corporativo en el barrio El Golf, a las oficinas de gerencia en el quinto. Eran las diez de la mañana del viernes 28 de febrero. Su jefa le había pedido que bajara porque necesitaba explicarle algo. En los casi cuatro años que llevaba ahí Romina venía escuchando, cada vez con más frecuencia, que venían cambios, una posible reestructuración. Pero esa llamada al quinto piso no podía ser eso. Era, pensó, probablemente algo relacionado a algún servicio. Las puertas del ascensor se abrieron, entró a la oficina y entonces lo vio. Estaba su jefa, pero alguien la acompañaba.
—Era la persona que todas sabíamos que estaba encargada de los despidos —cuenta Romina, por teléfono. Me explicó que esto era producto de la reestructuración de la empresa. Dijo que se terminaba mi cargo.
Le pidieron que buscara todas sus cosas, que se tomara su tiempo. Luego llamó a su marido. El la calmó. Le dijo que de una forma u otra se las iban a arreglar.
Romina siguió descendiendo. Un piso a la vez hasta quedar en la calle. A sus 33 años, era la segunda vez que la despedían. La primera vez había sido cuando aún estudiaba y estaba soltera. Esa vez, recuerda, lo dio exactamente igual. Porque no tenía grandes gastos ni preocupaciones. Ahora era distinto. Mientras caminaba al metro, pensó en las deudas que tenía. Los créditos pendientes, la plata que había pedido para el colegio de su niña de 8 años, la ropa que le había comprado a su hijo de tres. Y ahora venía marzo. Pasado el transbordo, ya en la micro hacia Renca, trató de ver el lado positivo. Pasaría más rato con ellos. No sólo sus hijos, sino que también con su padre jubilado y su madre pensionada por invalidez con los que aún vive.
—Como era fin de mes y tenía el finiquito, pasé a la feria. También compré una pizza para llevar para el almuerzo y pasar el mal rato.
Ese viernes el desempleo en Chile era de 7,8%. La cifra había aumentado 0,8 puntos porcentuales en el último año. Pero aún así, Romina se sentía optimista. Lo primero fue buscar en portales de empleo. Pero no tuvo suerte. No es que no la seleccionaran en los procesos, simplemente no habían.
Fue entonces que el brote del Coronavirus cambió sus planes.
—Tomamos la decisión de que yo me iba a quedar estos meses en la casa, para abaratar costos. Esto lo hicimos pensando siempre que mi marido tenía una pega estable, con contrato.
Salir a buscar trabajo no sólo significaba dejar a los niños a cargo de sus padres, sino que también hacer un gasto en transporte que no necesariamente aseguraba conseguir más dinero pronto. Ese fue el primer recorte. El otro fue uno que, a pesar de parecer suntuario, significaba un paso atrás en su autoestima. Romina se enorgullecía de poder llevarles pizzas a sus hijos, de pedirles comida a domicilio una vez a la semana y de que, cuando lo quisiera, pudiese salir por un café. Eran consumos que de alguna manera la hacían sentir que su vida era mejor que antes. Pasar de eso a tener que preocuparse de limitar las porciones de sus comidas, de que las colaciones de sus hijos no fuesen abundantes y de ya no poder comprarles un juguete si así lo sentía, eran recortes que le pesaban y que, de alguna forma, la llevaban a creer que perdía las cosas que había ganado.
Pero aún tenían la plata de Fernando. Su marido trabajaba en una empresa de vigilancia, que hace monitoreo de grandes camiones de carga a través de GPS. Llevaba seis meses en el puesto, trabajando de lunes a sábado en una oficina en Providencia y, dice Romina, el trabajo no le gustaba. Era estresante y no pagaba demasiado bien, pero era mejor que no tener nada. Y su marido, explica ella, sólo tenía cuarto medio.
El 10 de marzo había sido un viernes como cualquier otro para ella. Eso hasta que su marido la llamó cerca de la hora de almuerzo.
—Me dijo “Romi, no sabís nada. Te tengo una mala noticia, no quiero que te pongai mal. Porque de una u otra manera esto se va a arreglar”. Le pregunto qué pasó y me dice, “me echaron”. En ese minuto traté de contenerlo. Le dije que por algo pasan las cosas.
Cuando su marido le cortó, Romina empezó a llorar.
Todo en contra
Todos respondemos al estrés de forma distinta. Por eso es que no hay una forma científica de calcular cuánto es capaz de tolerar una persona y qué se necesita para quebrarla. Eso al menos dice el siquiatra de la Clínica Las Condes, Carlos Ibáñez. El único indicador que queda, dice el médico, son nuestras historias personales:
—Depende de si han tenido o no una crianza que haya sido contenedora. Va a tener que ver con sus apoyos familiares y de cómo van a poder organizar su vida ante estas carencias.
Romina nació en Renca y vivió toda su vida ahí. Es la menor de cinco hermanos, la única mujer. Mientras estudiaba en un liceo industrial de su comuna, a los 12 años, la crisis asiática dejó a su padre cesante. Eso obligó a sus hermanos a comenzar a trabajar. También a su madre. Una vez que se graduó, dice que entró a Ingeniería Agrícola en la sede del Duoc en Providencia. Pudo llegar hasta cuarto año, sostiene, cuando sólo le quedaban tres ramos para terminar:
—Ahí le vino un accidente cardiovascular a mi mamá y no pudo seguir trabajando. No me pude titular porque ella se agravó y faltaron las lucas. Después quedé embarazada, me casé y no volví a retomar los estudios.
El matrimonio con Fernando, un tipo de Puente Alto cuatro años mayor que ella, fue en 2011. A pesar de los planes que tenían, no pudieron dejar la casa de sus padres en Renca.
—No me fui precisamente porque mi mamá estaba enferma. A ella la operaron a corazón abierto, ha tenido tres accidentes cerebro vasculares y es oxígeno dependiente. Mis hermanos no podían hacerse cargo porque ya no vivían aquí.
Todo eso podía parecer demasiado peso sobre una vida de 33 años. Incluso cuando había que sumarle la creciente diabetes de su padre al desempleo de ella y su marido. Aún así, dice Romina, nada de eso había logrado quebrarla. Con sus finiquitos y el dinero que habían cobrado del fondo de cesantía, armaron un presupuesto que cubriera los gastos imprescindibles. Eso podía durarles hasta bien entrado abril. Ella volvió a buscar en los portales de empleo y a preguntar entre sus amigas si alguien sabía de algo. Fernando salió a dejar su currículo en empresas. Pero, le dijeron, todos los procesos estaban suspendidos por la pandemia.
El límite llegó en abril: cuando el matrimonio no logró estirar más el dinero que les quedaba y, dice ella, ya no pudo dormir en las noches.
—Viendo toda la situación país, te empieza a rondar un poco en la cabeza el fantasma de qué va a pasar, porque ves que hay mucha gente a la que despiden, que hay empresas y pymes que están quebrando.
Hay estudios que han abordado el costo que tiene el desempleo en una vida, considerando las enfermedades asociadas que acarrea. Dos economistas, Daniel Sullivan y Till Von Wachter, publicaron en 2009 un paper que aseguraba que en el grupo que estudiaron, perder el trabajo durante un despido masivo podía reducir la esperanza de vida de esa persona en hasta un año y medio. La economista Andrea Repetto, en una columna publicada en El Mercurio la semana pasada, apuntó otra consecuencia: “se estima que los despidos masivos llevan a que los trabajadores desplazados no recuperen su nivel de ingresos ni siquiera 20 años después del despido, obteniendo en plazos largos remuneraciones totales que son fácilmente 20% menores que las de trabajadores comparables que no fueron despedidos”.
Si bien esto golpea a hombres y mujeres por igual, dice ahora Repetto, hay quiénes lo sufren más:
—Los efectos son más grandes sobre los trabajadores de menor nivel educacional.
Si eso es cierto, significa que Romina y Fernando tienen todo en contra. Y no son los únicos. El 17 de abril la ministra del Trabajo, María José Zaldívar, informó que en marzo hubo un total de 299.518 cartas de despido: cien mil más que en febrero y un 38% más que en el mismo mes del año pasado.
Esa noche Romina buscó en Internet si le tocaba el Bono Covid que el gobierno acababa de anunciar. No salió beneficiada. Ni ella ni nadie de su grupo familiar. Había una razón, explica por escrito la subsecretaria de Evaluación Social, Alejandra Candia:
—En este caso tanto el marido como la esposa tenían empleo formal con contrato de trabajo. El bono Covid corresponde a un apoyo excepcional, de una sola vez, a aquellos hogares con cargas de subsidio único familiar o que integren el subsistema Seguridades y Oportunidades o que estén en el 60% más vulnerable, según el Registro Social de Hogares, y que no tengan ingresos formales ni cargas registradas en subsidio único familiar o en asignación familiar. Lo más probable es que esta familia no tenga cargas de subsidio único familiar ni pertenezca al subsistema Seguridades y Oportunidades, que está orientado a familias en extrema pobreza.
Ese, efectivamente, era el motivo. El suyo, como explica una funcionaria del Ministerio de Desarrollo Social, es el típico caso de una clase media frágil que por un par de pesos no califica para ser parte de las ayudas estatales.
Esa noche, cerca de las 1:35 de la madrugada, Romina publicó esto en su cuenta en Twitter: “Siempre he trabajado, jamás me han regalado nada, hemos logrado lo poco que tenemos junto a mi esposo. Hoy, con dos hijos de 3 y 8 años, y mi mamá oxígeno-dependiente, mi papá casi ciego por diabetes y otras patologías, quienes viven conmigo, me desvelo pensando en cómo no fallarles a estas personas que son lo más importante en mi vida. Me echaron de la pega en febrero y a mi esposo la primera semana de marzo, dejándonos sin percibir ningún tipo de ingreso. Con nuestros finiquitos hemos subsistido y ahora que casi se agotan los recursos (y las suelas de los zapatos buscando pega) reviso con la esperanza de que se le sumen 50 lukitas a las 30 que tengo en mi cuenta”.
“Y me doy cuenta que no califico para el Bono Covid, ni mi esposo. ¡Alguien que me explique quién recibe el bono! Quiero llorar, gritar, patalear. Primera vez que quiero y necesito la ayuda del gobierno, pero no, no está. Llevo noches amargas, días en donde mi sonrisa sólo finge para no preocupar a mi familia. Casi quiero que me lleve el virus”.
Al día siguiente a Romina se le acabaron los ahorros. Luego de unos pagos, dice, quedó con 18 pesos en su cuenta. Sabía que no podía pedir un crédito porque no se lo darían. Así que volvió a tuitear: “Con harta lata les pido por favor, de manera urgente, si es que tienen un datito de aseo o una pega. Se acabaron los ahorros hoy y tengo dos niños que no entenderán que no hay para comer mañana. Necesito generar lucas urgente”.
Esa publicación fue retuiteada más de tres mil doscientas veces.
—Cinco personas me ayudaron. Gente anónima que nunca en mi vida había visto. Me transfirieron unas lucas con las que podía aguantar una semana. Me dio ene vergüenza, pero dada la situación lo acepté.
Tuvo que contarle a su marido. Dice que la retó. Los que aún no saben son sus hijos. La mayor sigue preguntado por qué el papá no va a trabajar y, hace unos días, la sorprendió llorando.
—Me preguntó mamá, ¿por qué estás así? ¿No nos queda plata?
Romina, cuenta, le contestó que no mucha.
—Me dijo que no me iba a pedir ninguna cosita cuando fuésemos a la feria, para que no gastara. Si bien yo no le compraba cosas porque sí, porque soy de la idea de que las cosas se ganan en la vida, ella sabía que podía acceder a esas cosas. Y ahora se dio cuenta que no. Eso me quebró el corazón.
—A una niña de 8 años le va a costar tener una madre que se sienta así —explica el siquiatra Carlos Ibáñez—. Lo que conviene hacer con ellos es contarles que los papás están muy preocupados por lo que esta pasando, pero que van a encontrar una salida a esta situación.
Todas las noches Romina y Fernando se amanecen buscando esa salida, pensando en qué van a hacer.
—Lo que me asusta —dice ella— es que todavía no la veo.
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