Rembrandt
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Amarás a tu prójimo

"En Chile, como en el resto del continente, estamos atravesados por una matriz colonial, que ubica lo deseable y al saber en el imaginario europeo, en la rubiedad, en el experto del Hemisferio Norte".


Del odio a la diferencia se dice bastante, pero el odio al semejante parece ser aún más inquietante, tabú. Quizá porque revela de manera más nítida, y terrible, que lo que se odia en el otro dice algo de sí mismo. Esto fue lo que sorprendió del grito “el que no salta es mapuche” en Curacautín. No porque se creyera que no existía el racismo en Chile, sino porque quienes gritaban y los que recibían la agresión eran demasiado parecidos.

Narcisismo de las pequeñas diferencias se le llama al fenómeno, nada extraño, de que, por ejemplo, los conflictos etnonacionalistas se producen entre los pueblos y comunidades más cercanos. Primo Levi escribe que en el campo de concentración, la primera cachetada era recibida por un igual. Y un ejemplo más superficial, no por ello menos siniestro, es que no hay que olvidar que a los famosos asesinados los mata un fan.

En Chile, como en el resto del continente, estamos atravesados por una matriz colonial, que ubica lo deseable y al saber en el imaginario europeo, en la rubiedad, en el experto del Hemisferio Norte. Basta ver la publicidad. Pero más allá de esa condición histórica, hay una exigencia por la pregunta de por qué un conflicto político deriva en la ficción racial (no existen las razas, existen los pueblos, pero existe el racismo). Y que, como un fuego que se quiere apagar con fuego, el grito antirracista del circo romano -las redes sociales- se volvió a su vez racista y clasista contra los acusados. Y es que el racismo ni siquiera tiene que ser ideológico; es ante todo un efecto del narcisismo (individual o de masas), es decir, es consecuencia del esfuerzo por clausurarse en una idea (de sí, de la patria, del partido) sin contradicciones, debiendo depositar éstas en el semejante y volverlo un otro indigno.

El pensamiento en masa, a veces llamado hashtag, alcanza para la buena intención del gesto solidario, el “todos somos” (mapuche, en este caso), pero no para la pregunta incómoda por el racismo: bajo qué circunstancias cualquiera puede llegar a ubicar a otro en una posición ilegítima. O si acaso, en la forma que toma el repudio virtual no hay una identificación con lo que se rechaza. Es lo que ocurre insistentemente con las buenas intenciones: que su cómo, su forma, termina siendo la verdad del mensaje.

La famosa cultura de la cancelación se cancela a sí misma en su violencia. Se aleja inevitablemente del boicot como herramienta política colectiva y se vuelve una mueca vacía, una ironía del ejercicio político. No exagero. Un ejemplo de la banalización es que ese día uno de los trending topics fue el impasse de una comediante, quien le dice, algo así, como feo a alguien que apoyaba el desalojo de los comuneros. Luego pidió disculpas por no saber que la persona (además de ser mapuche) tenía una discapacidad. El debate giró hacia la pregunta sobre a quién se le puede o no decir feo. Absurdo. Aunque interesante, porque el absurdo logra lo que ningún otro argumento: trizar la razón loca de esas tormentas de mierda.

El racismo es irracional y paranoide; dada su estructura lógica, el narcisismo que lo constituye no permite pensar. El narcisismo es un mecanismo para vivir y morir sin contratiempos, y pensar, por el contrario, no es algo pacífico. Encontrarse con lo que abruma, con lo no familiares lo que obliga a pensar; dicho de otro modo, pensar obliga a la hospitalidad con lo ajeno a sí. Pensar, en este sentido, es lo más antirracista que hay. Por el contrario, hay una solidaridad entre narcisismo, racismo y la arrogancia de las certezas sobre lo que es el Bien. El Bien como absoluto, implica siempre un odio: “¡Por Dios!”, es el grito de las guerras santas al momento del crimen.

Sobre las condiciones ideales para la emergencia del racismo siempre latente, Freud escribió en su Malestar en la cultura algo inquietante: la cultura estaría amenazada por la miseria psicológica de la masa, asentada en la identificación mimetizada (que necesita siempre de un chivo expiatorio para la ilusión de unidad) y favorecida por dirigentes que estarían lejos de lograr “la significación que les corresponde”. Esta falta, de lo que Freud llama los dirigentes, se puede entender como la ausencia de un tercer término -el pacto, la política- que dé lugar a la diferencia a través del reconocimiento político de las partes. Luego los conflictos toman la forma de las pequeñas diferencias (no por ello de odios más pequeños), del racismo, de la radicalización. Algo así como la rivalidad “a muerte” entre hermanos, cuando los padres no dan cabida a la coexistencia, sino que empujan a competir por un solo lugar. En el caso de Curacautín, el racismo entre vecinos es posiblemente el resultado de la falta de política, del rechazo sistemático al reconocimiento político del pueblo mapuche por parte del Estado. Lo que queda luego son las miserias de un conflicto que se desplaza y que cambia el lugar de los contendores.

El racismo no es un asunto moral, sino que político. Es su fracaso, y que lleva a la producción de pensamiento en masa, cuya constitución implica el odio al extraño. Un ejemplo claro es el juego de la ultraderecha: sacrifica a los inmigrantes para desviar el conflicto político económico.

Pero también aparece de forma más sutil. El racismo es una forma de sucedáneo de alteridad, cuando lo social se vuelve uniforme. Si bien hoy no hay las masas del siglo XX, la homogeneidad actual toma la forma del individualismo de masas: opiniones que parecen personales, pero que son más bien corrientes de opinión que no dan lugar al pensamiento singular, y que caen en simplificaciones psicológicas de las cosas. Es un momento de narcisismo, que como todo narcisismo requiere del odio. No le llaman racismo, le llaman cancelar.

En mi opinión no se trata de mandar cartas contra la cultura de la cancelación (a propósito de la carta en la revista Harper’s), sino de hacer el mismo ejercicio del cual se quejan, pensar, antes que atribuir “el rasgo maldito” a las masas virtuales. La pregunta siempre es por qué el racismo.

¿Qué ocurre en nuestros días que la palabra no opera como pacto, como lugar de pacificación y mediación con el otro, sino que toma su forma más letal, se rebajan a piedras para destruir? Hay quienes dicen que tras las masacres del siglo XX basadas en la razón, la palabra se destruyó a sí misma. Otros piensan que el mundo se ha vuelto independiente del pensamiento, que ya no podemos intervenirlo, de ahí el desencanto; como sea, a veces da la impresión de que nadie cree en lo que dice.

¿Es posible amar al prójimo fuera de la medida de sí mismo? El problema del mandamiento de amor universal es que, como todo universal, es a la medida del narcisismo. Quizá algo más modesto sería: Amarás, con suerte, con el temblor de la hospitalidad.

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