Cazadores de virus
Son epidemiólogos, virólogos, veterinarios y otros científicos que se adentran en cavernas y densas selvas para identificar enfermedades emergentes o hallar los lugares donde se gestan nuevos patógenos como el Covid-19. Sus investigaciones apuntan en su mayoría a un origen animal, un contacto cuyo riesgo crece día a día, debido a la constante expansión de la población humana.
Al interior de la cueva Grootboom, en Sudáfrica, dos investigadores descienden por una endeble escalera de madera. Ambos visten ceñidos trajes de color blanco y mascarillas que los protegen de las criaturas que merodean a su alrededor. La tenue luz de sus linternas deja entrever a miles de murciélagos que se aferran al techo y las paredes, mientras otros vuelan en grupos y dejan caer al piso orín y otros desechos. Wanda Markotter, directora del Centro de Zoonosis Viral de la Universidad de Pretoria, despliega una red y atrapa un quiróptero de “dedos largos”, especie que ha sido relacionada con la propagación del virus de la rabia y otras enfermedades más exóticas.
El hallazgo, registrado en un video de la cadena CNN, preocupa a la investigadora por dos razones. La primera es que Grootboom está a solo unos kilómetros de Johanesburgo, la mayor ciudad de Sudáfrica. La segunda es que durante los últimos años la ciencia se ha encargado de revelar que los virus zoonóticos -aquellos que pasan de animales a humanos- son responsables de algunas de las patologías más devastadoras del último tiempo: se calcula que de las cerca de 400 enfermedades infecciosas emergentes que han sido identificadas desde 1940, más del 60% ha tenido su origen en cerdos, murciélagos y otras criaturas.
De hecho, un reporte publicado en febrero en Nature reveló que el reciente brote de coronavirus que partió en la localidad china de Wuhan es el sexto provocado en los últimos 26 años por virus cuyo inicio se remonta a los murciélagos. Los anteriores fueron el Hendra, en 1994; el Nipah, en 1998; los coronavirus causantes del SARS, en 2002 y el MERS, en 2012; y el ébola, que en 2014 mató a más de 11 mil personas en Guinea.
Esa seguidilla de episodios es la que le quita el sueño a Markotter y al resto de los cazadores de virus que se adentran en selvas y otras localidades remotas, con el fin de identificar nuevas patologías e intentar frenar posibles futuras epidemias. Una tarea compleja pero que cada día se hace más urgente, tal como lo reveló un informe publicado hace tres años por expertos de la Universidad de Columbia: según sus estimaciones, aún quedarían unas 5.000 cepas de coronavirus por descubrir en las más de 1.200 especies de murciélagos que hoy viven en todo el planeta y, que más allá de la amenaza de los virus que portan, cumplen tareas esenciales como la polinización y el control de insectos.
“Conocer la diversidad de patógenos que portan los murciélagos y los lugares donde pueden transmitirlos es clave. Las rutas de contagio deben ser claramente entendidas, porque varían dependiendo del virus. Algunos se transmiten vía la orina, otros por la materia fecal y a veces provienen de mordidas. También puede existir un factor estacional, ya que a veces sólo se manifiestan en la orina durante el período reproductivo”, explica Markotter a Tendencias.
Marcela Uhart concuerda con la preocupación de su colega sudafricana. La veterinaria de vida salvaje de la Universidad de California en Davis vive en Argentina, desde donde lidera la rama latinoamericana de PREDICT, un proyecto del programa de amenazas pandémicas de la Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAIDS). La iniciativa, que partió en 2009 con un presupuesto de US$ 200 millones, opera hasta ahora en más de 30 países y sus miembros han recopilado decenas de miles de muestras, además de descubrir más de 2.000 nuevos virus zoonóticos.
“La frecuencia de aparición de enfermedades infecciosas emergentes se ha acelerado en las últimas décadas. Y esto ha sido particularmente notorio en las enfermedades transmisibles a las personas desde los animales. Por ello se destaca el rol de todos los factores de transformación y degradación ambiental que llevan a las personas a tener mayor contacto con los animales silvestres, así como la intensificación de la producción que genera grandes volúmenes de animales en espacios reducidos, y finalmente, las mayores densidades de personas en contacto estrecho entre sí y con animales”, indica Uhart a Tendencias.
Markotter agrega con tono ominoso que se necesita “ir mucho más allá de testear murciélagos en busca de virus”. Su advertencia se basa en episodios como el ocurrido en Qingyuan, localidad de la provincia china de Guangdong que se ubica a sólo 96 kilómetros del lugar donde surgió el SARS. Hace cuatro años, cerdos de cuatro granjas presentaron vómitos y diarreas crónicas que mataron a casi 25 mil animales. Los veterinarios no pudieron detectar ningún patógeno conocido y pidieron ayuda a Shi Zenghli, una veterana cazadora de virus del Centro de Control y Prevención de Enfermedades de Wuhan, a la que sus colegas llaman la “mujer murciélago”. Fue ella la que ayudó a precisar que el SARS se gestó en esos mamíferos alados, además de liderar el reciente estudio publicado en Nature que estableció el mismo origen para el Covid-19.
“La frecuencia de aparición de enfermedades infecciosas emergentes se ha acelerado en las últimas décadas. Y esto ha sido particularmente notorio en las enfermedades transmisibles a las personas desde los animales”, dice Uhart.
Zenghli también descifró el misterio de Qingyuan: la causa de la enfermedad, bautizada como síndrome de diarrea aguda en porcinos (SADS, por su sigla en inglés), era un virus cuya secuencia genómica era idéntica en un 98 por ciento a un coronavirus hallado en murciélagos del tipo “herradura” –llamados así por la forma de su rostro- y que vivían en una caverna cercana. Para los investigadores, ese hallazgo fue estremecedor. Gary Gray, epidemiólogo de la Universidad de Duke y que ha analizado enfermedades infecciosas alrededor del planeta durante 25 años, explica a Tendencias que la alarma se debe a que “humanos y cerdos tienen sistemas inmunes muy similares”, lo que podría facilitar el traspaso de virus.
Si se considera la escala que hoy alcanza la crianza de porcinos en países como China y Estados Unidos, el científico cree que “deberíamos estar observando muy de cerca las diversas infecciones que pueden aparecer en los cerdos para luego infectar al hombre”. Aunque el peligro no estaría sólo en esos animales, porque una investigación de la Universidad Zhejiang, en la ciudad china de Hangzhou, mostró en su laboratorio que el virus SADS surgido originalmente en murciélagos también es capaz de infectar células de roedores, pollos y algunos primates. Por ese motivo, Shi Zenghli señaló en un reciente artículo publicado por la revista Scientific American, que “los coronavirus provenientes de murciélagos van a causar más brotes. Debemos hallarlos antes que nos encuentren a nosotros”.
Tras la pista
La cacería de virus es una actividad relativamente reciente que se inició a mediados del siglo XX con las investigaciones de científicos como el microbiólogo Peter Piot –hoy director de la Escuela de Higiene y Medicina Tropical de Londres- y el doctor Karl Johnson. En 1976, ambos identificaron por primera vez el virus del Ébola en Zaire, actual República Democrática del Congo.
En su autobiografía titulada Sin tiempo que perder, Piot recuerda los viajes en decrépitos aviones que parecían a punto de estrellarse en cualquier momento y la escasez de protocolos de bioseguridad de la época. Cuando estaba en Bélgica, recibió dos envases con muestras de sangre infectada con ébola que habían sido transportadas desde Zaire en un vuelo comercial. Un depósito se había roto y Piot se limitó a usar un delgado guante de látex para extraer el tubo de ensayo que seguía intacto.
Hoy la búsqueda que realizan especialistas como Shi Zenghli es mucho menos artesanal. La viróloga de 55 años realizó su primera expedición en busca de virus en 2004, cuando se unió a un sofisticado equipo internacional de científicos que se adentró en las cuevas cercanas a Nanning, capital de la región de Guangxi, con el fin de recolectar muestras de orina y heces. La caverna era enorme y estaba repleta de columnas de piedra caliza: “Era fascinante”, recuerda Zenghli en Scientific American, al referirse a las húmedas estalactitas que colgaban del techo.
La investigadora y sus colegas intentaban identificar al verdadero responsable del brote de SARS, la primera gran epidemia del siglo XXI y que dejó cerca de 800 muertos a comienzos de la década pasada. En esa época, especialistas de Hong Kong habían reportado que comerciantes de vida salvaje en Guangdong contrajeron inicialmente el coronavirus que provocaba el SARS al manipular civetas, animales similares a mangostas que habitan en las zonas subtropicales de Asia y África y cuyas heces son usadas para preparar un tipo de café exótico llamado “kopi luwak”.
El equipo de Zenghli sospechaba que tal como había ocurrido en otros brotes anteriores ese animal sólo había sido un intermediario. En 1994, las infecciones del virus Hendra que se dieron en Australia pasaron de los caballos a los humanos y el virus Nipah que azotó a Malasia en 1998 saltó desde los cerdos. En ambos casos, los patógenos provinieron originalmente de murciélagos comedores de frutas.
“Aún no estamos cien por ciento seguros de por qué estos virus están presentes en los murciélagos sin provocar enfermedades en ellos. Estas criaturas son los únicos mamíferos adaptados fielmente al acto de volar y existe una hipótesis que indica que esa habilidad los ha llevado a desarrollar patrones únicos de reparación mitocondrial y de ADN”, cuenta Wanda Markotter. La científica añade que desplazarse por los cielos genera índices metabólicos más altos y temperaturas corporales más elevadas, que ayudan a los quirópteros a lidiar con los patógenos: “La temperatura más alta simula una fiebre que los asiste en el control de los virus. Otros huéspedes como los humanos no tienen ese mecanismo. Pero todo esto es aún una teoría y hoy se están realizando varios estudios para determinar si los murciélagos tienen algo especial en su sistema inmune”.
En 1994, las infecciones del virus Hendra que se dieron en Australia pasaron de los caballos a los humanos y el virus Nipah que azotó a Malasia en 1998 saltó desde los cerdos. En ambos casos, los patógenos provinieron originalmente de murciélagos comedores de frutas.
Luego de años de pruebas genéticas y de anticuerpos, el equipo de Shi Zenghli finalmente encontró la respuesta al enigma del SARS en la cueva Shitou, en las afueras de Kunming, capital de Yunnan. Inicialmente, los científicos hallaron cientos de coronavirus gestados en murciélagos, la mayoría de los cuales resultaron ser inofensivos. Sin embargo, docenas mostraron pertenecer al mismo grupo del SARS. Finalmente en 2013, los investigadores identificaron en la caverna una cepa de coronavirus en murciélagos de “herradura”, cuya secuencia genómica era idéntica en un 97 por ciento a la hallada en las civetas de Guangdong.
Años después, Zenghli volvería a repetir su análisis con el reciente Covid-19: el estudio que publicó en febrero pasado en Nature mostró que este nuevo coronavirus es un 96 por ciento idéntico al identificado en Yunnan y que desató la epidemia de SARS. Para científicos y autoridades, el contacto directo e indirecto entre poblaciones humanas y animales silvestres es crítico en el inicio de estos brotes: en Wuhan, las miradas apuntan a un mercado donde se vendían desde murciélagos hasta civetas, pangolines y serpientes para distintos usos. En el caso de la cueva Shitou donde habría partido el SARS, el lugar está rodeado de pueblos que se alzan entre plantaciones de naranjas, bayas y otras especies que atraen a los quirópteros. Hace cinco años, el equipo de Zhengli reunió muestras de sangre de 200 residentes de esas villas: casi el 3% portaba anticuerpos contra coronavirus similares al SARS, aunque ninguno había manipulado murciélagos.
Gary Gray afirma a Tendencias que parte del aumento en el riesgo de los brotes se debe a los hábitos alimentarios de las poblaciones locales: “Mis amigos de Guangzhou bromean diciendo que la cocina cantonesa involucra comer muchas cosas que otras culturas evitarían”. Marcela Uhart agrega otro ejemplo y señala que “si las personas ingresan a las cavernas que habitan los murciélagos a cosechar guano para fertilizar cultivos, no sólo se están exponiendo ellos mismos a posibles patógenos en esas heces, sino que además luego los están dispersando a otras zonas a través de la cadena de comercialización”. Lo mismo, dice, ocurre con la venta de animales silvestres y domésticos vivos, que “son movidos entre zonas, con toda su carga propia de patógenos, y muchas veces mantenidos luego en condiciones inadecuadas de higiene y bienestar, incluso forzando un contacto entre especies que naturalmente no ocurriría”.
El enigma de la “enfermedad X
”Hace dos años, el incentivo a la cacería de virus creció aún más luego que la Organización Mundial de la Salud (OMS) publicara su hoja de ruta actualizada con las enfermedades cuyo estudio debería ser prioritario para evitar una pandemia. En la lista aparecían nombres ya conocidos como el virus Zika propagado por mosquitos, los males generados por coronavirus como el SARS y el MERS y los virus que provocan fiebres hemorrágicas como el ébola. Al final, se mencionaba una potencial nueva amenaza denominada “enfermedad X”.
En el anuncio, la OMS declaraba que el término representaba “el conocimiento de que una epidemia seria internacional podría ser causada por un patógeno actualmente desconocido y capaz de causar alguna enfermedad en humanos”. Ese mismo 2018, una nueva cepa de influenza aviar con un índice de mortalidad del 38% parecía encajar con esa definición, pero las autoridades chinas controlaron el brote y la emergencia se disipó. Tras el surgimiento del Covid-19, Shi Zhengli escribió en la edición de febrero de la revista Virologica Sinica que la primera “enfermedad X” proviene de un coronavirus. Una opinión compartida por expertos como Marion Koopman, directora de virociencia en el Centro Médico de la Universidad Erasmus, en Holanda, y miembro del grupo consultor que hace dos años elaboró la lista de la OMS: “Ya sea que se logre contener o no, este brote se está convirtiendo rápidamente en el primer desafío pandémico que encaja en la categoría X”, escribió en la revista Cell de febrero.
Tamara Giles-Vernick, antropóloga médica del Instituto Pasteur en Francia y experta en enfermedades zoonóticas emergentes en África Central, plantea que frente a este escenario se hace urgente potenciar ramas científicas que van desde la virología hasta la ecología y las ciencias sociales. “Necesitamos invertir en sistemas de vigilancia humana y animal que identifiquen nuevos patógenos que ciertos animales puedan portar y transmitir. Pero, además, debemos admitir que el contacto humano con diversas especies animales, tanto domesticadas como silvestres, es demasiado variada y numerosa como para pensar que un buen monitoreo evitará las propagaciones zoonóticas en el futuro”, afirma a Tendencias.
Una de las iniciativas que nació para ayudar a anticipar al menos en parte estas emergencias es PREDICT, del cual forma parte Marcela Uhart y que en un inicio también operó en América con estudios en Brasil, Bolivia, Perú y México. “Luego el apoyo económico se direccionó prioritariamente a Asia y África y tuvimos que discontinuar el esfuerzo. Pero esto no quiere decir que estemos libres de enfermedades emergentes, y como ejemplos puedo referenciar a la influenza H1N1, el virus Zika, el virus Chapare, que el año pasado se llevó vidas en Bolivia, o incluso los hantavirus tan prevalentes en Chile y Argentina”. Hoy esperan reactivar estudios en lugares como Perú, pero el problema es que el año pasado el gobierno de Estados Unidos -país que hoy es uno de los más afectados por el Covid-19- cortó el financiamiento del programa y se cree que dejará de funcionar durante este año.Una decisión que para Wanda Markotter va contra toda lógica en materia de prevención: “Necesitamos evitar la propagación proveniente de los animales salvajes. Reaccionar solamente cuando ya se trata de una patología transmitida entre humanos es demasiado tarde y extremadamente costoso, tanto en vidas humanas como en impacto económico. Se requiere un enfoque holístico entre científicos, comunidades, gobiernos y ONG para desarrollar estrategias de mitigación que sean prácticas para las comunidades con mayor riesgo”.Pero no todo está perdido, porque PREDICT se consideraba como la antesala para una iniciativa más ambiciosa: el Proyecto Viroma Global, una iniciativa científica internacional que en 10 años pretende identificar la mayor cantidad posible de los casi 1,6 millones de virus desconocidos que se cree existen en aves y mamíferos. De ellos, se estima que entre 600 mil y 800 mil son zoonóticos. Los objetivos abarcan desde crear una red mundial de vigilancia que logre rastrear el desplazamiento de los virus hasta generar plataformas bioinformáticas para generar nuevas estrategias en el desarrollo de vacunas y medicamentos.
Sólo de esa manera, asegura Tamara Giles-Vernick, el mundo dejará de ser una víctima que reacciona sólo después que la emergencia ya está instalada. “Esto lo digo como alguien que ha pasado varios años estudiando el surgimiento de enfermedades zoonóticas. Todos los países deben implementar planes reales de preparación, invertir en esas medidas y actuar de acuerdo a ellos cuando sea necesario. La lista que publicó la OMS en 2018 ya reconocía que los nuevos coronavirus eran una amenaza potencial para la salud humana, y aún así eso no hizo que los países se prepararan mejor para esta pandemia”. Para la investigadora, el mayor impacto que se puede alcanzar es a través de la “inversión robusta en las infraestructuras del cuidado de la salud, en sus recursos y en personal entrenado, para asegurarse que toda la gente tenga acceso a la atención. Esta pandemia ha demostrado que muchos países siguen al debe, incapaces de responder efectivamente a las enormes demandas existentes”.
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