Henry Gallardo, el científico improbable
Nunca soñó con trabajar en un laboratorio, porque no sabía qué era eso. En medio de la peor pandemia del último siglo, sin embargo, este joven que vivió en la calle y que cumplió una pena en un centro del Sename está fabricando protectores faciales y aprendiendo el método científico en un prestigioso centro de innovación tecnológica de Valdivia. Hoy, por primera vez, Henry Gallardo se siente parte de algo importante. “Tengo una historia que contarle a mi hija”, dice él.
En su primer día de trabajo en el laboratorio de innovación tecnológica LeüfuLab, de la Universidad Austral, Henry Gallardo vestía un jeans roto a la moda, un polerón gris y un jockey rojo. De manera disimulada, buscaba la manera de que no se vieran sus tatuajes, pero la cruz dibujada en el cuello quedaba inevitablemente a la vista. “Me los tapaba por un asunto de presentación”, dice. “En algunos trabajos los tatuajes son mal vistos”. A los ingenieros y diseñadores industriales de LeüfuLab no les importaron sus tatuajes, pero Henry no tenía por qué saberlo. Nunca había estado en un laboratorio científico.
Henry, de 22 años, estaba nervioso “como primer día de pega”, dice y ríe. Recuerda una reunión “con los jefes”, donde le explicaron que estaban desarrollando un prototipo de ventilador mecánico para la pandemia y protectores faciales para resguardar al personal médico del coronavirus. Henry escuchó eso y, por primera vez, se sintió parte de algo importante.
“Era lo que yo quería”, relata Henry. “Cuando uno quiere hacer algo que le gusta, no lo sabe hasta que está ahí y siente por dentro ‘esto es lo que quiero’”.
Henry llegó a colaborar en LeüfuLab gracias a una cadena de casualidades y a algunas personas que crearon los puentes para que eso ocurriera. También tenía su propio mérito: mientras cumplía una condena en un centro de justicia juvenil del Servicio Nacional de Menores (Sename), fue un destacado alumno de un taller de impresión 3D. El laboratorio de la Universidad Austral necesitaba manos: un equipo de apenas cuatro ingenieros y dos diseñadores industriales debía armar siete mil protectores faciales. La presión de la pandemia los tenía agotados y con rutinas de hasta 14 horas diarias.
El diseñador industrial David Valencia fue su primer mentor en el laboratorio y con el tiempo todos los profesionales del lugar oficiaron como su guía. “Si no estábamos listos para recibirlo tal vez se iba a frustrar rápido”, dice, y explica que para el equipo nunca fue tema quién era Henry ni de dónde venía. “Tratamos de demostrarle que lo importante es lo que haces”, señala Valencia.
Las primeras labores de Henry eran mecánicas y algo monótonas, pero requerían precisión. Se frustraba rápido si algo le salía mal. Se enojaba y daba vueltas. Repetía en voz alta “esto no me resulta”. “Para mí, fracasar siempre fue malo”, dice el joven. Valencia explica que “fue clave enseñarle que, en ciencia al menos, el fracaso no es algo malo y que ocurre con frecuencia”. Le decía: “Está bien, fracasa, pero fracasa rápido. Después de eso aprende y sigue avanzando”. Henry fue de a poco dándose cuenta que encontrar por sí mismo una solución era la mejor parte de su labor.
Henry se dedicó inicialmente a los protectores, pero al poco tiempo le fueron confiando trabajos más tecnológicos con las impresoras, luego con las máquinas para trabajar el acrílico, y hoy está aprendiendo a utilizar varios tipos de software. En el laboratorio dicen que aprende rápido y que es muy curioso. Que si hay que realizar algo muy sofisticado o muy sencillo, como barrer, lo hace con gusto. Que siempre está motivado. Lo que no cuentan sus compañeros es que en los ratos libres Henry les gana a casi todos en el ping pong. “Siempre está muy atento a lo que hablamos y tiene una opinión”, explica Valencia. También hace muchas preguntas: “'¿Por qué esta impresora no hace esto?, ¿cómo puedo cortar esta pieza en la CNC láser?'. Y claro, lo que sabemos se lo respondemos y lo que no, lo buscamos en Google”, dice riendo el diseñador.
“Ha sido una experiencia maravillosa”, dice Henry por lo vivido estos cinco meses. “Se siente bacán diseñar. No todas las personas pueden aprender algo tan complejo, pero si uno le pone entusiasmo, se puede”, reflexiona. El joven está consciente de que podría ganar más plata si se dedicara a pintar casas o a operar de parquímetros. “Pero él quiere estar aquí, quiere hacer desarrollo tecnológico, quiere dedicarse a inventar algo”, afirma Valencia.
El entusiasmo no es un cliché en Henry. Cada día se levanta a las 6 de la mañana. A esa hora, es probable que en La Unión -la ciudad donde vive con su pareja Abigaíl y su hija Antonella (5)- la temperatura no supere los 3 o 4 grados, o bien, esté lloviendo. Camina 20 minutos al terminal, toma un bus que demora poco menos de dos horas hasta Valdivia -distante a 70 km- y en la capital regional camina otros 15 minutos hasta la oficina de la Seremi de Ciencia, donde recoge su bicicleta. Luego pedalea entre 20 y 25 minutos para llegar a las 9 al laboratorio.
Henry hace eso todos los días. De ida y de vuelta.
Rodrigo Vásquez, subdirector del Centro de Innovación de la Universidad Austral, comenta: “Lo queremos dejar sí o sí como parte del equipo”.
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“¿Qué habría pasado si mi historia hubiese sido al revés?”, se pregunta el joven.
Henry Patricio Gallardo Velásquez nació en La Unión hace 22 años. No conoció a su papá y nunca supo de él. Vivió con su mamá hasta los cuatro años, cuando ella lo entregó a un hogar de menores. Era hijo único, pero “supuestamente mi madre no me podía criar”, dice él.
De esa época recuerda los castigos cuando se arrancaba del hogar, pero dice que vivió “cosas buenas y malas”. Henry no se queja por esos años de abandono y dice que le quedó una enseñanza: “Entendí que uno no siempre puede contar con su familia y tiene que aprender a sobrevivir”.
Henry no vio a su mamá hasta los 12 años, cuando lo fue a buscar para llevárselo a vivir con ella. “Fue malo, malo, malo. Hubiera preferido quedarme en el Sename”, dice. “Nunca entendí por qué me llevaba tan mal con ella. Tal vez no fui el hijo que ella esperaba”.
Aguantó un año y se fue de la casa. Dormía en la calle o donde lo pillara la noche. Pasó hambre, carreteó, consumió alcohol y drogas. “Como es vivir en la calle”, describe.
El joven cuenta que conoció a un amigo que lo llevó a vivir a su casa y le dijo que se concentrara en los estudios, los cuales había abandonado en octavo básico. Era una oportunidad inesperada que parecía un nuevo punto de partida. Pero una noche de fiesta, Henry tomó una decisión desafortunada que terminó truncando esa posibilidad.
“Siempre he admitido que fue un error”, asegura.
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Henry Gallardo tenía 16 años cuando fue recluido en el Centro de Internación Provisoria y de Régimen Cerrado (CIP-CRC) Las Gaviotas, de Valdivia, dependiente del Sename. En ese lugar, pensó que todo sería peor de lo que ya había pasado. Que estar preso sería “monstruoso”, recuerda. Pero esa impresión fue sólo eso. “Pude estudiar y me daban cuatro comidas al día”, dice.
En 2016, la muerte de Lissette Villa -una niña de 11 años- desató la peor crisis del Servicio Nacional de Menores. “Nadie quería trabajar con el Sename”, recuerda Helmuth Palma, seremi de las Culturas, las Artes y el Patrimonio de la Región de Los Ríos. En ese tiempo, él era director regional del Desafío Levantemos Chile y un banco le había entregado financiamiento para realizar un proyecto social. “Creo mucho en la reinserción y en la voluntad de los jóvenes”, dice el actual seremi, quien llevó al CIP-CRC el programa “La libertad de emprender: sueños en 3D”, un taller donde los jóvenes se inscribían voluntariamente y aprendían a diseñar y confeccionar órtesis y prótesis con impresoras en 3D cuyo destino eran niños discapacitados.
Henry se inscribió en ese taller y quedó fascinado. “Fue el mejor alumno. Es una esponja para absorber conocimiento”, cuenta Palma, quien quedó deslumbrado con su perseverancia. En pocos años, cuenta el seremi, Henry retomó el octavo básico, sacó toda la enseñanza media y llegó donde nunca pensó que iba a llegar: a la universidad (ver video).
El joven postuló a un curso Sence de asistente de construcción en la Universidad de Los Lagos -sede Valdivia- y lo sacó adelante. Después obtuvo una beca y se tituló de técnico en construcción. “Cuando chico era mi sueño llegar a la universidad, pero no pensaba que se iba a cumplir, porque era un mundo que no conocía”, dice. “Nunca me gustaron los libros. Cuando estaba en el liceo me dieron algunos y los dejaba en la casa, nunca los abrí. Pero quería sacar mi título”.
Para la ceremonia de titulación, Henry tenía tres invitaciones, que repartió entre su terapeuta del Sename, su supervisora socioeducativa en esa institución y Helmuth Palma.
“Henry me irradiaba algo, no sé, tal vez eso de avanzar pese a las adversidades”, dice Palma y guarda silencio. Luego agrega: “Mi vida pudo haber sido como la de Henry”.
Helmuth Palma tenía sólo algunos días de vida cuando fue abandonado y entregado a una residencia del Sename, donde alcanzó a estar 16 días. “Tuve la suerte de que me adoptara una familia maravillosa, de mucho esfuerzo, a la que amo profundamente. Pude construir otra historia de vida”, señala. Desde los 14 años, Palma se involucró en proyectos de voluntariado y nunca los dejó. “Siento una responsabilidad de devolverle a la vida lo que me entregó. Siento que hay que ser un puente y un conector de oportunidades. Esa es mi motivación”, cuenta.
Quienes conocen a Henry dicen que Helmuth Palma es como su apoderado. “Lo veo como un hijo”, dice él.
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A mediados de octubre del año pasado, la bióloga Olga Barbosa asumió como seremi del Ministerio de Ciencia, Tecnología, Conocimiento e Innovación a cargo de la Macrozona Sur. Unos días después se estrenó en la Intendencia de la Región de Los Ríos en la reunión semanal de los secretarios regionales ministeriales.
"¿Tú eres el que estaba a cargo de “Sueños en 3D” en el Sename?", le preguntó Barbosa a su par de Cultura. “Tenemos que hablar sobre una idea que tengo”, agregó.
Antes de ser nombrada autoridad regional, y por una casualidad, Olga Barbosa había visitado el CIP-CRC Las Gaviotas y quedó fascinada con ese programa. Esa vez, un joven llamado Nicolás le mostró con entusiasmo cómo se hacían las prótesis y a ella le quedó dando vueltas el cómo ayudarlo para que aprovechara ese conocimiento.
En abril de este año, la seremi de Ciencia visitó LeüfuLab para ver en terreno el trabajo que realizaban por la pandemia. Ahí se dio cuenta de que el equipo necesitaba refuerzos y pensó en Nicolás. El joven aceptó la propuesta, pero viajó a Chiloé y quedó atrapado por la cuarentena.
“Tengo las personas que necesitas”, le dijo Palma.
Un par de meses antes, este seremi se había encontrado con Henry en la plaza de La Unión, donde trabajaba como operador de parquímetros. “Esa vez quedé con la inquietud de buscarle algo mejor. Cuando Olga me contó que se había caído la opción de Nicolás, me acordé de Henry”, cuenta.
Palma llegó a la oficina de Barbosa con Henry y Diego, compañeros en el Sename. Por razones sanitarias y de protocolos, las primeras semanas se instalaron en la oficina de la seremi, que trabaja en un cowork de Valdivia junto a otras tres personas.
“Al principio no me miraban a la cara”, recuerda la bióloga. “De a poco perdieron el susto”. Barbosa dice que, cada vez que el tema era su hija Antonella, Henry hablaba como si se conocieran de toda la vida.
La seremi no sólo supervisaba la calidad del trabajo, sino también fue una especie de instructora. Les enseñó a presentarse, a saludar a quien llegaba a la oficina y a hablar con la gente sin los audífonos puestos.
“A ver, ¿qué pasa si un día llego y les grito ‘no están haciendo bien su pega’”, les preguntó una vez.
“Hay que hacerle caso”, respondió Henry.
“Sí, hay que hacer caso, pero me tienes que decir respetuosamente ‘sí, jefa, pero no corresponde que usted me grite’”, replicó la seremi.
“¿Qué pasa si no les pagan el sueldo?”, insistió la autoridad regional.
“Bueno, hay que esperar cuando te paguen nomás”, dijo Henry.
“No, pues, si en tal fecha no te han pagado, tú preguntas por tu sueldo”, le dijo Barbosa.
Hace unas semanas, y sin dar muchas explicaciones, Diego desertó del programa. A pesar de no estar con su partner, Henry decidió seguir.
Los científicos siempre hablamos de que queremos acortar la brecha del conocimiento y acá hay un caso: Henry obtuvo conocimiento, pero hay que ir más allá. Quien adquiere un tipo de conocimiento debe tener la oportunidad de elegir un trabajo para aplicarlo. Yo decidí estudiar biología, busqué un trabajo como bióloga y lo obtuve, ¿por qué ellos no?
Olga Barbosa, seremi de Ciencia de la Macrozona Sur.
Barbosa dice que Henry trabaja bien, que es muy agradecido, pero que necesita empoderarse. “Tiene mucho potencial”, dice, “pero ha tenido pocas oportunidades, por eso le falta creérsela un poco más. Yo sentía que le aportaba en eso”.
Una de las pocas cosas que pidió Henry cuando empezó a trabajar fue una credencial. Todos los días, al salir de la oficina, algún carabinero le hacía un control de identidad en la calle. Él quería mostrar algo que llevara su nombre.
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Henry estuvo un mes y medio en la oficina de la seremi de Ciencia armando escudos faciales. Cuando las condiciones sanitarias lo permitieron, el joven llegó a LeüfuLab a su primer día de trabajo en el laboratorio, acompañado de Olga Barbosa. Eso ocurrió el jueves 18 de junio.
-¿Crees que Henry podría llegar a ser científico?
-Con la guía necesaria, definitivamente sí. Él tiene el instinto y la curiosidad, sólo le falta la base académica, dice David Valencia, de LeüfuLab.
Entre Olga Barbosa, Helmuth Palma y Rodrigo Vásquez están buscando los recursos para que Henry siga en el laboratorio. Los dos seremis, además, barajan fórmulas para que avance en su formación académica.
Para Olga Barbosa, Henry podría ser el primero de una lista de mentores de los jóvenes que egresan del CIP-CRC o de otros centros de reclusión, y que reciben instrucción ingenieril. “Esto va más allá de cortar placas de acrílico, pienso en un mentor de vida”, explica la seremi. “Son jóvenes asustadizos, desconfiados, que tienen incorporado un discurso de ‘no me haga hacerme ilusiones’ por temor a perder la oportunidad, porque no nacieron con la confianza de que las cosas resulten”.
La autoridad regional de ciencia dice que sentiría una frustración grande si Henry es el único que cruza este umbral. “Él tiene que ser el primero de muchos”, dice, y para eso está buscando alianzas con el objetivo de crear un programa que permanezca en el tiempo.
Esta es la vida que me tocó y me siento feliz.
Henry Gallardo.
“Los científicos siempre hablamos de que queremos acortar la brecha del conocimiento y acá hay un caso: Henry obtuvo conocimiento, pero hay que ir más allá. Quien adquiere un tipo de conocimiento debe tener la oportunidad de elegir un trabajo para aplicarlo. Yo decidí estudiar biología, busqué un trabajo como bióloga y lo obtuve, ¿por qué ellos no? Ellos aprendieron a hacer prótesis en impresión 3D, entonces aprovechemos esas habilidades. ¿Por qué el Hospital Base de Valdivia manda a buscar prótesis a Santiago? ¿Por qué no podemos hacer un laboratorio de prótesis acá si ellos saben hacerlo?”, reflexiona.
Barbosa agrega que no se necesita un doctorado para trabajar en ciencia y tecnología, que hay espacio para todas las habilidades, y Henry es un ejemplo de eso. “En este momento de la vida y del país, no nos podemos dar el lujo de hacer innovación sin inclusión social. Este mundo de la ciencia y la innovación, que se ve super sofisticado, no puede ser sólo para algunos. Cuando hablamos de innovación y conocimiento como ministerio, hablamos de un joven como Henry”.
A su manera, Henry se siente un científico.
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“¿Qué habría pasado si mi historia hubiese sido al revés?”, se pregunta Henry. “¿Si hubiese tenido a mi madre o si hubiese conocido a mi padre? ¿Si hubiese seguido estudiando para ser alguien en la vida?”. “Pero esta es la vida que me tocó y me siento feliz”, se responde.
Henry cuenta que de niño quería aprender a construir casas, desde el radier hasta la punta más alta del techo. Nunca soñó con ser científico, porque no sabía qué era eso. “Me gustaría ser científico”, dice hoy. “No sé si el mejor, porque me cuesta estudiar, pero quiero aprender más cosas”.
También dice que todas las personas necesitan un puente en la vida, que algunas nacen con eso, pero que él tuvo los suyos. “Están ahí, dándome una mano. La confianza y el cariño uno se lo gana demostrando”, comenta.
Dice, por último, que lo que más le produce orgullo es que “hoy tengo una historia que contarle a Antonella cuando crezca”.
-¿Qué título le pondrías a esa historia?
-La historia de un niño que sacó solo adelante su vida.
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