La esperanza de Marcela Zubieta
En 1991, la hija de esta pediatra falleció a causa de un tumor cerebral. Esta pérdida y su convicción por cambiar la situación del cáncer infantil en el país la llevaron a crear la Fundación Nuestros Hijos, la cual busca que los menores con esta enfermedad tengan acceso a un tratamiento digno. “Un niño merece la mejor oportunidad, no importa de qué familia venga ni dónde nació”, dice la doctora.
Hace poco más de 40 años, Marcela Zubieta (66) se sentía una mujer plena y feliz. Todo le parecía funcionar y andaba con una sonrisa en el rostro. Cursaba quinto año de Medicina en la Universidad de Chile, donde conoció a Dino Besomi, con quien se casó después de titularse en 1978. Luego decidieron irse a vivir a Santa Cruz, donde él se iba a especializar en ginecobstetricia.
“En esos años sentía como que un ser superior me estaba haciendo la pata porque luego, en algún momento, me iba a pasar algo terrible”, recuerda hoy Zubieta, quien en Santa Cruz quedó embarazada de mellizas. Después de un período de gestación tranquilo y normal, a los ocho meses la pareja supo que las niñas venían con malformaciones. Al nacer, vivieron unas horas y murieron.
Pero ellos se consideraban resilientes y decidieron volver a intentarlo. Así nació Dino, que actualmente tiene 39 años y, luego, Marcela, hoy de 37. El matrimonio decidió volver a Santiago cuando Besomi terminó la especialidad en el Hospital Público de Santa Cruz. Él quería tener otro hijo, pero Marcela no. El recuerdo de las mellizas que había perdido la insegurizaba, aunque finalmente se abrió a la posibilidad.
“En esos años sentía como que un ser superior me estaba haciendo la pata porque luego, en algún momento, me iba a pasar algo terrible”, recuerda hoy Zubieta.
“Yo pensaba ‘bueno, si Dios me va a mandar algo malo, también me lo puede mandar en los hijos que ya tengo’”, reconoce hoy Zubieta, sobre el proceso que terminó en su embarazo de Claudia, quien nació en noviembre de 1987 y le dio un vuelco rotundo a su vida.
Durante los primeros meses de vida, Zubieta observaba que a su hija menor se le abombaba la mollera, una zona anatómica del cráneo que se mantiene abierta en las guaguas hasta poco después del año. En Claudia, esa área no se iba cerrando como debía hacerlo. Como buena doctora, Zubieta sabía que eso podría indicar que la niña tenía un tumor cerebral.
“Ella tenía un año y medio, y la mollera estaba muy abierta aún y la tenía abombada. Yo hablaba con mis colegas y todos me decían ‘estás mal, cómo se te ocurre que va a tener algo así’. Finalmente esto fue avanzando y ella empezó con crisis de vómito. Le tomamos exámenes y confirmamos mis sospechas: la Claudita tenía un tumor en la cabeza”, recuerda.
Sólo faltaba saber si era benigno o maligno. Le hicieron una cirugía abierta de cráneo y resultó ser un cáncer cerebral. En Chile no había tratamiento, por lo que Zubieta y su marido tuvieron que viajar a Memphis, Estados Unidos. Fueron al St. Jude Children’s Research Hospital, un centro de investigación y tratamiento pediátrico enfocado en enfermedades infantiles.
En ese afán por salvar a su hija, la pareja terminó mudándose al estado de Tennessee. Dejaron en Chile su casa, sus hijos, todo. Antes de partir estimaban que el tratamiento duraría seis meses, pero nada era claro. Comenzaron una quimioterapia experimental, pero a pesar de los buenos resultados iniciales, Claudia experimentó dos recaídas y finalmente no se recuperó. Después de dos años de agotar todas las posibilidades para que la niña sobreviviera, decidieron traerla a Chile en estado de coma. Acá alcanzó a vivir un mes y medio antes de fallecer en junio de 1991.
Algo había que hacer
Hoy Zubieta reflexiona y dice que su hija tuvo muchos privilegios que niños de familias de escasos recursos en la misma situación de ese tiempo no podían obtener. En esos años, empezó a rondar en su cabeza la idea de hacer algo al respecto y lo primero que hizo fue llamar a las autoridades del Hospital Exequiel González, donde había hecho su especialización en pediatría desde 1981 a 1983. Ahí se comprometió a trabajar por esos niños. No sabía cómo hacerlo ni con qué recursos, pero era un legado que quería dejar.
Era muy injusto que los niños de nuestro país, especialmente de escasos recursos, estuvieran en desventaja comparativa con lo que había recibido mi hija”, señala Zubieta.
Además de su hija Claudia, había otra razón que impulsaba a la doctora: María, una niña que estaba atravesando por una leucemia mientras Zubieta hacía su especialidad en el Hospital Exequiel González. Ella recuerda que la niña, ya pálida y sin pelo, siempre se le acercaba en los pasillos. La pediatra reconoce que nunca quiso involucrarse con ella y siempre huía, porque el hecho de no poder hacer nada le causaba impotencia. Era un mundo en el que no quería entrar, sin pensar que después la realidad se lo pondría frente a sus ojos.
“El tratamiento que tuvo mi hija, a mi parecer, y habiendo trabajado en el servicio público de salud, era un tratamiento de fantasía comparado con el que tenían los niños chilenos. Desde ahí vino la idea y dije ‘tenemos que hacer algo’. Un niño merece la mejor oportunidad de tratamiento, no importa de qué familia venga ni dónde nació. Era muy injusto que los niños de nuestro país, especialmente de escasos recursos, estuvieran en desventaja comparativa con lo que había recibido mi hija”, señala Zubieta.
Empezó a mover sus contactos. Durante el funeral de su hija, invitó al proyecto a los padres de niños con cáncer que conocía y partieron con un voluntariado en el Exequiel González, donde llegó junto a primas, hermanas y amigas. En 1991 dio el primer paso, que fue separar a los niños inmunocomprometidos con cáncer de los pacientes comunes en la sala de espera del hospital. Así partió lo que hoy es la Fundación Nuestros Hijos.
Dino Besomi, quien hoy es su exmarido, fue invitado por ese entonces a Memphis a hacer un posgrado y Zubieta partió de nuevo, ahora con el resto de sus hijos, a la ciudad donde había vivido todo el tratamiento de Claudia. Aprovechando que estaba allá hizo en el mismo St. Jude Children’s Research Hospital una pasantía en enfermedades infecciosas en niños con cáncer. Retornar a esa ciudad de Tennessee no fue fácil.
“Volver al mismo hospital donde había estado con mi hija fue el proceso más duro del duelo. Todos los días me levantaba pidiéndole a Dios fuerzas para seguir adelante y la verdad es que, cuando uno mira la vida con la perspectiva que te dan las décadas, todo tuvo un sentido. Es como que la vida es un puzle y se van poniendo las piezas que te ofrecen un camino y tú decides aceptarlas o no. Bueno, mi invitación fue aceptada y me dediqué a este camino”, reflexiona.
Seis meses después, cuando retornó a Chile, su fundación seguía con el voluntariado. Así, en 1997 se crea la primera casa de acogida, ubicada en la calle José Joaquín Vallejos de San Miguel y que en un inicio albergó a cuatro familias. En 1999, el Ministerio de Educación reconoció a las escuelas hospitalarias como organizaciones necesarias, permitió que pasaran a ser consideradas como recintos particulares subvencionados, por lo que comenzaron a recibir aportes económicos.
Es como que la vida es un puzle y se van poniendo las piezas que te ofrecen un camino y tú decides aceptarlas o no. Bueno, mi invitación fue aceptada y me dediqué a este camino”, reflexiona.
“Por ejemplo, venían niños de la Sexta Región, hijos de obreros agrícolas de escasos recursos. Cuando recibían el diagnóstico de cáncer infantil no podían tratarse porque tenían que trasladarse a Santiago y no tenían dónde quedarse”, comenta la doctora. Hoy la fundación cuenta con tres casas, las que pueden recibir a un total de 30 familias. La entidad también aporta el traslado y, durante la estadía, también entrega una cama. Además, les dan alimentación a la familia, ropa, acompañamiento y capacitación a las madres, además de apoyo sicológico y social.
En la casa
De las tres casas de acogida, la principal es la que está en San Miguel, muy cerca del Hospital Exequiel González. Valeria Carvacho es, hace siete años, la encargada de la residencia y cuenta que esta semana están a máxima capacidad con 42 personas -que por lo general son el niño y su madre- durmiendo en las habitaciones habilitadas. En el lugar también funciona una pequeña escuela.
“Acá las mamás mantienen el aseo y la cocina; tienen obligaciones con los espacios comunes. Hay un calendario de labores. Cocinan dos mamás diariamente para todos, les toca una vez a la semana”, explica Carvacho.
Es martes al mediodía y dentro de la casa algunas de las madres comparten los lugares comunes, como el comedor o la sala de juegos. Una de las que lleva más tiempo es Angélica Silva, quien llegó hace más de un año desde Paine para tratar el tumor en la zona pineal del cerebro que tiene su hijo Joaquín. Ella recuerda que al pararse en la entrada de la casa con su hijo de la mano recién entendió a lo que se enfrentaba:
“Cuando llegué el primer día me costó entrar. Leí el letrero en el que decía ‘cáncer’ y fue terrible. Ahí me quedé en la entrada, porque verlo es muy distinto a que te lo digan”, dice Silva.
Su caso representa el de muchas. Antes de llegar a la casa de acogida pasó varios meses viviendo en el Hospital Exequiel González, específicamente en el departamento de neurocirugía, donde el asistente social le recomendó acercarse a la fundación. En la casa ha podido satisfacer necesidades básicas, algo que las madres de niños con cáncer no siempre pueden hacer.
“Cuando llegué a la casa fue un alivio, por tener dónde llegar y poder bañarme. En el hospital pasaba días en que no lo hacía. Acá tienes una habitación para ti sola y tu hijo, tienes baño y ayuda en todo sentido: hay contención para los papás, para los niños hay sicólogos y terapeutas y te ayudan con los medicamentos —reconoce Angélica—. Esta es efectivamente una casa de acogida, porque aquí te contienen, te ayudan. Tienes agua caliente y un plato de comida todos los días, en el hospital hubo veces en que ‘me fui por el alambre’, porque no tenía cómo comprarme un almuerzo”.
La vida de las mujeres que duermen en la fundación de Zubieta se escucha en las historias que cuentan: todas vienen de lejos, la mayoría de la Sexta Región y de comunas de la periferia de Santiago. Hay una que resalta entre las demás y se llama Astrid Ochoa, una venezolana que hace nueve meses viajó desde su país para tratar el tumor de Wilms bilateral de su hija Astrid.
“Tengo dos hijos, de cuatro y nueve años, en Venezuela, y para venirme acá tuve que dejar mi hogar. Es duro para Astrid y para mí estar lejos, porque acá hay familias que pueden ir por el fin de semana a ver a sus parientes, pero nosotras estamos muy lejos”, explica Ochoa.
En la casa hay reglas: almuerzan entre el mediodía y las tres de la tarde, cada mañana todas ayudan con el aseo de los espacios y muchos alimentos se comparten. Para los cumpleaños coordinan un desayuno o una “once” donde todas aportan con algo. Las madres destacan que más allá de la ayuda económica que les entrega la fundación, el apoyo sicológico que representa la comunidad que se forma en la casa es clave.
“Cuando llegué el primer mes, después de conocer la enfermedad de mi hijo, me lo lloraba todo”, cuenta Claudia Baeza, quien llegó a la casa hace siete meses desde Rancagua con su hijo Simón, quien tiene leucemia linfoblástica. “Cuando llegué fue muy chocante porque antes de esto nunca quise informarme sobre el cáncer, pero estando acá tuve que aprender y convivir con niños y mamás que lo están pasando igual o peor que uno. El apoyo que uno tiene de las otras mamás es fundamental sicológica y emocionalmente”, agrega.
María José Campos llegó a la casa de acogida recién hace un mes y medio desde Rengo, con su hija Dayaret y su diagnóstico de leucemia. Ella también dice que en la casa se desarrolla una resiliencia que nunca pensó tener frente a la enfermedad: “Acá hay tantos casos que se vuelve algo normal ver a niños enfermos. Cada una de nosotras vive su dolor, pero estar aquí es como una alegría en el fondo. Todas tiran la talla, todas se ríen, entonces es como un lugar bastante acogedor. Te quita un gran peso de encima”.
Seguir trabajando
El modelo de la fundación ha tenido gran éxito. Por eso, cuenta con un área de desarrollo que aporta a las investigaciones sobre cáncer infantil, para así divulgarlo a nivel internacional. Entre marzo y abril empieza un hermanamiento para entregar su experiencia de trabajo conjunto con el sistema público de Chile. Además, más de 15 organizaciones de nueve países se entrenan en la fundación.
Además de la casa de la calle José Joaquín Vallejo, hay otras dos. Una es para que los niños que ya terminaron su tratamiento se rehabiliten. De ellos, Zubieta cuenta que un 80% queda con daños cognitivos o físicos que pueden reducir su calidad de vida. En el caso de los menores que asisten a escuelas externas a la fundación, los especialistas capacitan a ese entorno escolar para que cuando el niño vuelva a clases no sea estigmatizado.
La tercera residencia es para el 25% de los niños que no logra curarse del cáncer, aunque en la mayoría de esos casos las familias optan porque esos menores pasen sus últimos días en sus hogares. Para aquellos que están en sus casas, la fundación cuenta con un programa de cuidados paliativos que aporta recursos como oxígeno, sistemas de respiración y cama eléctrica. Incluso, debido al gran consumo energético del equipamiento muchas veces la institución ayuda hasta con la cuenta de la luz. Así, el niño puede estar acompañado por su familia.
“Esos niños merecen vivir lo mejor posible hasta su último día de vida”, dice Zubieta. Para esa labor, la fundación cuenta hoy con más de 70 colaboradores contratados y más de 40 voluntarios.
“Esos niños merecen vivir lo mejor posible hasta su último día de vida”, dice Zubieta.
En 2018 ella recibió el premio “Mujer impacta”, que entrega la fundación del mismo nombre y que apunta a buscar, reconocer y visibilizar historias de mujeres que abordar problemas sociales y se han encargado de mejorar temas importantes en el país. Asimismo, hace siete años fue invitada a formar parte de la Unión Internacional Contra el Cáncer, la que reúne alrededor de 280 organizaciones de cáncer en 90 países del mundo. Además, trabaja hasta el día de hoy como oncóloga en el Hospital Exequiel González.
Todos los años que lleva trabajando en una línea tan delgada en relación con la muerte le han entregado a Zubieta otra perspectiva para mirar las cosas. “Hay que cambiar la mirada de la vida y saber que es finita, que cada día hay una cosa por la que levantarse y salir y que eso es un regalo maravilloso. Ahora que estoy más vieja me he dedicado a disfrutar las cosas, la naturaleza, hacer cosas manuales. Tengo la convicción de que este es un regalo que va a terminar, así que más vale aprovecharlo, ser feliz y dejar una huella”, concluye.
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